La luz entra a raudales por la ventana del pequeño cuarto de la cárcel de mujeres. Pero María
Elisa Bárzola ni una vez entornará los redondos ojos castaños, que se abren incluso más cuando
rebusca con sacrificio algo que decir y casi nunca resulta, ella, que parece sin embargo acarrear
un costal con cosas atrancadas dentro suyo. Intranquila, trémula, con curiosidad también, libra un
combate para acomodarse en un mundo que le exige sentido a cada acto y que delega en sus criaturas
el mandato de explicar lo que ocurre, como si todo resultara de un proyecto cristalino y
voluntario.
Esta mujer de 31 años está condenada a prisión perpetua desde fines del año pasado por matar a
balazos a sus dos hijas, de 5 y 9 años. Esto significa que pasará en la cárcel los próximos 35
años. Recién entonces, si mantiene buena conducta, podrá pedir la ejecución condicional de la pena.
En ese tiempo se espera que pueda rehabilitarse de un hecho del que, por lo que sea, aún no es
capaz de aludir directamente.
Tampoco lo conseguían sus vecinos del barrio Fonavi Parque Oeste en los primeros días de octubre
de 2004, aturdidos y perplejos de que una mujer que cuidaba a sus hijas con fervor, las mandaba a
danzas y las vestía impecablemente, les disparara a cada una un balazo en la cabeza. La mención de
ese descomunal acto suyo la sumerge en un mar de silencio. No sale de ahí, dice que no recuerda. En
otro momento, en Tribunales y a poco del hecho, sí pudo narrar lo ocurrido esa noche (ver
aparte).
Milagros. Los dichos y los hechos son cosas distintas. Lo que parece haber marcado
a Eli, que así la llaman, es una persistencia en el mutismo. Poco antes de los crímenes dejó una
carta en la que afirmaba sentirse sola desde muy pequeña y haber sufrido maltrato constante del
marido. Anunciaba allí que eliminaría a las nenas y se mataría luego para “estar las tres
juntas y no sufrir más”. En ese momento estaba embarazada de tres meses. Eli intentó
suicidarse con cortes de cuchillo en los brazos y el abdomen. Sobrevivió, fue juzgada y condenada
por doble homicidio calificado por el vínculo. Tuvo una nena que hoy tiene tres años. Se llama
Milagros.
La semana que pasó, María Elisa intentó una gestión judicial porque, según dice, su ex marido no
acude a llevarle a su hija de visita los miércoles, lo que a ella la llena de desesperación y
angustia. ¿Una mujer debe tener contacto con la niña que alumbró estando en prisión por matar a sus
dos hijas mayores? Desde luego: tiene derecho legal y humano, aunque tenga aplazada la patria
potestad por su acto. Sin embargo la mayoría de las veces, confirman en la cárcel y luego admitirá
Eli, Milagros llega a su encuentro. Pero no ocurre siempre y Eli necesita que sea siempre. Una de
las dos veces que durante la entrevista dice algo por propia iniciativa es para enfatizar eso.
Palabras cautivas. Eli nació en Paraná y llegó a Rosario hace nueve años con su
entonces marido, que es 20 años mayor que ella. Tenía una hija de una relación anterior, Mariana, y
con su esposo tuvo a Daniela. El trabajaba de vigilador particular. Con palabras que parecen
germinar de un pantano ella dice que su relación de pareja se complicó en Rosario. La violencia de
él, dice, le generó una profunda nostalgia de lo que había dejado atrás: su familia, su vida en el
barrio paranaense de San Agustín. En especial el contacto con su abuelo Tomás, que la crió y al que
adoraba.
La muerte de Tomás, en 2002, fue la entrada a un laberinto que se ahondó, según ella, con la
sensación de abandono y el maltrato que recibía de su marido. Algo que, según consta en el trámite
judicial, era recíproco, aunque probablemente no simétrico porque en la disputa física entre un
hombre y una mujer no suele haber paridad. “No tenía a nadie a quien contarle lo que me
pasaba. El no me dejaba irme a Paraná. Acá no podía pedir ayuda a nadie porque a nadie conocía lo
suficiente. Cuando las nenas estaban en el colegio, yo vivía acostada llorando”, dice
ella.
Sus días son previsiblemente idénticos. Trabaja por la mañana haciendo moldes para pan dulce y
por la tarde en limpieza. Recibe a una psiquiatra regularmente. El año pasado completó la
secundaria en prisión. Afirma no tener ningún interés en nada particular más que en el contacto de
los días de visita con su hija, a quien describe como blanca, gordita, charlatana. “Cuando me
ve corre a abrazarme. Me dice mamá Eli. La mayor parte del tiempo vive con la madrina, que es una
vecina del Fonavi. Le estoy muy agradecida porque la cuida y la quiere. La aprecio porque sé que
tienen bien a mi hija”.
La oportunidad. El 11 de julio de 2006, poco antes de la condena, María Elisa se
fue de la cárcel. Estaba junto a otras dos mujeres en un patio del ala norte, donde las detenidas
de buena conducta suelen lavar y tender la ropa. De un momento a otro, las tres treparon hasta
llegar a la malla metálica que recubre el patio y saltaron a la calle. No fue difícil localizar a
Eli, que sólo estuvo afuera unas horas. La encontraron en el escenario del drama de dos años antes,
con Milagros en brazos. No opuso ninguna resistencia cuando se la llevaron. Un penitenciario dijo
entonces a este diario que pareció como si hubiera pedido su recaptura.
“Yo no había imaginado nunca escaparme, salí porque se dio la oportunidad, no me importó
que me agarraran”, se defiende. Admite sin embargo que lo primero que hizo fue concretar algo
que en prisión siempre rondó en su cabeza. “Fui al cementerio a ver a las nenas. Quise
asegurarme de que estuvieran ahí, porque yo vivo con una fantasía y es creer que ellas están afuera
y bien. Por una parte esa fantasía me da esperanzas para vivir. Pero al mismo tiempo me da angustia
y por eso quise comprobar si ellas estaban ahí”.
El psicoanálisis postula que un caso de filicidio no tiene nada de normal: ningún acto es más
loco que el del padre que mata a un hijo. Cuando Eli intenta dar referencias de su catástrofe
subjetiva parece atrapada entre los signos de una gramática que desconoce. Lo más claramente
expresado en su vida es que no es capaz de hablar de lo inexplicable. Con el saludo del final de
una charla de pocas palabras y sin embargo extensa ella murmura algo más. “Yo tenía todo y
ahora no tengo nada”.
—¿Y qué hizo que perdieras todo?
—La desesperación, no podía hablar, no tenía ayuda. Yo era muy sobreprotectora con ellas.
Sufrimos mucho todo lo que pasamos, sufríamos juntas.
—¿Te preocupaba una condena dura?
—Nunca pensé en eso.