Recuerdo el día que fue elegido el Papa Francisco. Lo recuerdo como seguramente lo recordarán miles de argentinos. Es un recuerdo marcado por las sensaciones. Por los sentimientos. Recuerdo los minutos previos al nombramiento. Las expectativas propias y ajenas. La danza de nombres que circulaban alrededor del mundo. Recuerdo que estaba en mi casa en las afueras de Barcelona junto a dos amigos, un italiano y un español. Angelo, el italiano apostaba por el arzobispo de Roma. Rafa, el español, por el canadiense. No tenían idea de quién era Jorge Bergoglio. Yo lo había mencionado pero mis palabras no fueron escuchadas. La gente estaba expectante. Y desde Roma, en medio de una multitud sin fronteras, el nombre del arzobispo de Buenos Aires se puso en el centro del mundo. Sentí satisfacción y una especie de orgullo. Chauvinista, auténtico y también ingenuo. Observé las miradas de incredulidad y de apatía de mis amigos. Un desconocido para la mayoría llegaba a lo más alto. Eso fue hace ya varios meses. Hace unos días, cuando al Tata Martino lo designaron oficialmente el nuevo entrenador del Barcelona tuve las mismas sensaciones. Por un lado pude observar las caras de asombro en la mayoría de la gente del Barsa. Caras de incredulidad que quedaban más en evidencia ante mi rostro feliz.