El clásico rosarino era probablemente el partido que todos querían ver en esta Copa Argentina. Por pasión, por morbo, por lo que significa verlos enfrentados en un cara a cara de esos que dejan una huella en la historia, una marca que será condecoración o herida. Está claro que, por cómo llegan, por cómo vienen transitando este semestre a los tumbos, la verdadera razón para ir a verlos no era futbolística sino el espectáculo formidable de las dos hinchadas. Los organismos de seguridad, con su decisión de jugarlo a puertas cerradas, acaban de quitarle el principal atractivo. Por lo menos para los neutrales que no esperaban la excelencia técnica rodando sobre el césped. Los argumentos, aquello de privilegiar la seguridad, son irrefutables desde el punto de vista de la razón. ¿A quién se le puede ocurrir que un partido de fútbol puede estar por encima de la vida de nadie? Lo lamentable es, en todo caso, que sea cierta la chance de que la vida corre riesgo: habla de la delincuencia montada a caballo de la pasión genuina. Y también habla de la tremenda impericia de quienes deberían prevenir y cuidarnos. Inútiles de tiempo completo.