El pibe que no supera los diez años sale al balcón de su departamento gritando desafiante el gol de su equipo. Detrás como una réplica sale otro chico de aparente menor edad y se suma al grito. Y como ejerciendo el derecho de autor enseguida emerge del ventanal el papá. Sí. Un hombre grande. Que amarrado al tejido protector como si se tratara del alambrado perimetral de la cancha se suma a una celebración más emparentada a la provocación. Porque los tres, como si se tratara de una manada descontrolada, apuntan con sus puños en alto hacia el departamento que está justo a la misma altura en el edificio de enfrente, del otro lado de la calle. Sí, allí donde habitan hinchas de otro equipo que ni siquiera son del clásico rival como para encontrarle alguna explicación a la sinrazón. Pero que también gritan goles en su balcón de manera extrovertida.
No es un hecho excepcional. Lamentablemente. Al contrario. Se hizo un hábito cada vez que se disputa la Superliga, Copa Argentina o cualquier partido. Todo es propicio para jactarse del antagonismo.
Las confrontaciones fueron generando este insólito duelo de balcones, originada alguna vez por los adultos, quienes en dicha ocasión terminaron con el desafío a encontrarse en la calle para increíblemente dirimir físicamente su intolerancia, sin siquiera detenerse en analizar que a los respectivos lados estaban sus hijos. Como testigos fieles. Y aprendices calificados de esa inconcebible costumbre de gritar los goles no tanto por la alegría propia sino para la tristeza ajena.
Es inaudito ver a los vecinos durante la semana cruzarse en los comercios aledaños como si nunca se hubiesen visto, sin saber a ciencia cierta si realmente se desconocen. Para luego el día del partido de los unos o de los otros reconocerse al salir a los balcones como si fuera la popular de sus estadios.
Actúa como un dato aleatorio saber que los padres de los chicos son profesionales. Pediatra de un lado. Docente universitario del otro. Ratificando así que una persona puede ser muy formada pero a la vez mal educada. Como lo que ellos transmiten con respectivos ejemplos a sus herederos, niños que actúan a imagen y semejanza por admiración o inducción.
Pero esta historia verídica no es más que un indicador de los tantos que configuran el problema de no saber convivir en un contexto recreativo y de entretenimiento como el que representa el fútbol. Que por no ser una abstracción refleja la urgencia de un cambio cultural de una sociedad que se acostumbró a quedarse estancada en la estéril confrontación para demorar su desarrollo.
Confrontación que es sustentada y fomentada por aquellos que tienen una mayor responsabilidad a la hora de construir pautas y normas de comportamiento.
Por todo esto es que no llama la atención que un juvenil como Rolón le pida moderación a un sexagenario hincha de Arsenal que se pasó todo el partido insultando. Tampoco asombra ese plateísta velezano que salivó al DT Omar De Felippe, héroe de Malvinas.
La violencia, la intolerancia y la imbecilidad no sólo asoman a veces en los estadios de fútbol. También atraviesa los diferentes espacios y estratos sociales. Incluso en los balcones es donde se percibe ese costado más reaccionario de una sociedad que no aprende de sus errores. Y que por ende sigue condenada a repetirlos.