La pista rápida está sobre el fondo de la hilera de canchas de tenis del Jockey Club de Rosario, más de veinte de polvo de ladrillo. Era un día de octubre y el pibe de 21 años estaba por cerrar un 2003 soñado: ése año ganó cinco títulos del circuito, llegó a semifinales de Roland Garros (luego sería finalista ante su compatriota Gastón Gaudio en 2004) clasificó para el Masters de Hamburgo, ganó en Houston por lesión de su compatriota David Nalbandian y se casaría con la rosarina Carla Francovigh con quien luego formaría su familia.
Son las tres de la tarde. El sonido seco y firme de su raqueta se distinguía entre el cantar de los pájaros. Eran como disparos al viento. Un impacto poco común, y un sonido único, distinguible. Guillermo Coria, el Mago Coria, había logrado junto a otro rosarino destacadísimo en el tenis coronar un mojón en su carrera. Era el número 1 de la Argentina.
No fue magia del mago. Del otro lado de la red, Alberto "Luli" Mancini lo entrenaba en pista de cemento con profesionalismo y efectividad. Tuvimos el dato y hasta allí fuimos. Nos ubicamos tímidamente en una silla para observar el entrenamiento. Coria "volaba" y las indicaciones de su trainer eran precisas. Luego, momento de hidratarse. Suena el celular. "Debe ser Salata (por el periodista especializado Guillermo Salatino)", soltó con inquietud y sonrisa el rufinense. Distensión momentánea. Los drives cruzados como garrotazos siguieron por varios y varios minutos.
Gorrita hacia atrás, con el sponsoreo de la marca de las tres tiras, Coria lograba salir del famoso "pozo tenístico". Y lo había logrado de la mano de Mancini y de otro rosarino que lo preparó físicamente: Jorge Trevisán, un motivador que venía del rugby a un deporte individual. Disciplina y una lupa puesta en su "comeback", tras el desgarro que lo había marginado de la Copa Davis ante España. Una entereza que lo había forjado luego de aquella injusta suspensión que le robó dos años de su carrera.
Fueron momentos de reconstrucción y en la cancha se percibía un ambiente de revancha. El enorme brazo derecho de Mancini no paraba de tirarle pelotas a su "delfín". Un aluvión de bolas de felpa amarillas ejecutadas quirúrgicamente. Un parabrisas de un lado al otro de los 8,23 metros de ancho en suelo duro.
Coria llegaba a octubre de un 2003 épico: aquel año ganaba el Masters Series de Hamburgo, y alzaba los trofeos de Stuttgart, Kitzbuhel y Sopot en tres semanas consecutivas y luego un triunfo en la cuna de Roger Federer: Basilea. Allí, la lesión en la muñeca izquierda del cordobés Nalbandian dejaría a todos con las ganas del cruce de compatriotas. El pibe de 21 años alzaba nuevamente la copa.
Este 2003 le había ganado al mítico Agassi para hacer semifinal en Roland Garrós (París), llegó a las finales de Montecarlo y en el Abierto de Buenos Aires cayó ante el español Carlos Moyá. Coria se preparaba en octubre para ir a Houston a jugar el Masters con Nalbandian.
La nota amarga había llegado en septiembre cuando en Málaga no pudo estar en el equipo que enfrentó a España y donde la Argentina perdió por diferencia de un punto.
En medio de la cancha rápida del Jockey Club de Rosario estaba el nacido en Rufino un 13 de enero de 1982. Entrenando y disfrutando de su quinto lugar en el ránking internacional a fines de 2003 con seis títulos en su haber y un futuro por delante. Dedicado y atento a las indicaciones de Luli. A parar de transpirar. Llegó el momento de cerrar el entrenamiento en cancha por la tarde de aquella jornada.
Luego vinieron los autógrafos y la firma en las remeras, algunas fotos y a pensar en el otro día. Fuimos unos privilegiados, agazapados como ladrones de una escena. Cómplices de la historia. De su historia y el destino que lo pondrán este febrero en el mismo lugar de aquella tarde de 2003. Más de veinte años después con el buzo de capitán de la Davis, pero con la misma pasión del pibe que esperaba el llamado de Salata.