"Vení Colo. Dale, apurate, subite". ¿Se lo decían a él? ¿Qué clase de broma le estaban jugando? Es cierto que esa era su ilusión, su expectativa, como la de cualquier piloto que ame las carreras y sueña con llegar a lo máximo. Para un futbolista será jugar un Mundial. Para un corredor, obvio, correr en Fórmula Uno. Y aunque no cabía de su asombro, eso mismo le estaba pasando ese mediodía nublado de setiembre, cuando venía caminando como cualquier hijo de vecino por las calles de boxes del autódromo Ile de Notre Dame luego de su paseo despreocupado por el centro de Montreal. Lo estaban invitando a subirse a un auto de carrera, nada menos que al que venía de ganar el último Gran Premio, el que era del dos veces campeón mundial. Se pellizcó, imágenes de su niñez le pasaron por delante como un disco a 78 rpm de los viejos Winco. La cabeza le daba vueltas. El que sería en poco tiempo el capo máximo de todo el circo de la F-1 volvió a traerlo a la realidad: "¿Y, Colo? ¿Te vas a subir o no?"
Y pensar que algunos malintencionados lo trataron de yeta, aquel día en que se subió por primera vez y el auto ni arrancó. Es que en verdad esa invitación aquel viernes de setiembre no había sido la primera. Ya había sucedido un mes atrás, pero aquella vez con las formalidades del caso y solo para una prueba, como sucede con tantos pilotos que sólo así se darán el gusto de tener contacto alguna vez con un Fórmula 1. El dueño del equipo lo había visto competir en una categoría menor, la Fórmula Aurora, que entonces reunía a autos de F-1 de temporadas anteriores, y le había impresionado como condujo un viejo Arrows al triunfo en Brands Hatch. Por eso, a finales de agosto lo citó para un ensayo en Silverstone, el otro autódromo inglés de moda, pero cuando se sentó en la butaca y se aprestaba a ponerse el casco, a la caja no había formar de destrabarla ni de poner primera. Y el problema no se solucionó en toda la jornada. "Otra vez será", le dijeron. Y el Colo agradeció pero se fue mascando bronca.
Como todo piloto que logró tomar un avión para irse a correr a Europa, el Colo hizo todo lo que pudo para llegar a la Fórmula Uno. Se necesitaba dinero, por supuesto, y apoyos importantes. Le jugaba a favor y en contra que otro compatriota fuera una de las estrellas de la Fórmula Uno. A favor, porque el otro había abierto una puerta que estaba cerrada desde hacía más de 15 años, tanto que hasta volvió a traer los Grandes Premios al país y a generar el entusiasmo de las multitudes. En contra, porque los respaldos fuertes de su madre patria tal vez irían para él. Tampoco eran absolutamente decisivos en aquella época. El talento contaba mucho. Y la suerte, ni hablar.
Esa que tuvo de sobra ese mediodía nublado de Canadá, que recibía en la Isla de Notre Dame por segunda vez en su historia un Gran Premio. Que desbordaba de gente porque el año pasado, el del estreno (antes se corría en el viejo Mosport), había visto victorioso a un piloto propio que ese año había debutado nada menos que en Ferrari y que con el tiempo hasta le haría cambiar el nombre al trazado. Entre esa multitud, el Colo volvía despreocupado hacia el box del equipo que tuvo la gentileza de invitarlo a un fin de semana de carrera, luego de aquella fallida prueba en Inglaterra. Nada más oportuno, nada tan increíble.
Por aquellos años, los grandes premios empezaban a disputarse desde el jueves con ensayos, aunque como el de la Ille de Notre Dame era un callejero se había cerrado recién el viernes. A la mañana se hacía el primer ensayo y a las 12.30 la primera prueba de clasificación, que entonces se extendía por espacio de hora y media. Pero al Colo no le quedaba otra que perderse al menos la actividad matutina. Es que la invitación le había llegado sobre la hora cuando estaba en Inglaterra y se había propuesto, después del GP, quedarse tres días en Nueva York pero no había tenido tiempo de visar el pasaporte al salir. Por eso, lo tenía que hacer sí o sí ese viernes en el consulado estadounidense de Montreal, porque sábado y domingo estaría cerrado.
Hacia allí partió el Colo esa mañana de viernes. Y tuvo la lucidez de usar el subte de ida y de vuelta para trasladarse desde Notre Dame hasta el centro de Montreal y regresar. Si se hubiera manejado en taxi hubiera demorado mucho más por el cáotico tránsito. Pero eso sí, le sorprendió al regresar que pasados unos minutos de las 2 de la tarde, aún escuchara el sonido de los motores rodando mientras enfilaba hacia los boxes. A esa hora ya debía haber terminado la clasificación. Todavía no sabía de otro increíble golpe de suerte. La actividad se había demorado y recién culminaría media hora más tarde.
Fue en ese momento, al pisar el box cuando escuchó la voz, en formato de sentencia: "¿Y, Colo? ¿Te vas a subir o no?" Después de ese segundo de estupor, de no saber bien donde estaba parado, entendió que el dueño del equipo lo invitaba nada menos que a correr en su auto, el que tenía el número 5 en su frente y laterales, el que pertenecía al ex doble campeón mundial que minutos antes (lo sabría más tarde) había comunicado su retiro definitivo de la F-1. También se enteraría después que lo habían estado llamando por los altoparlantes del circuito mientras él volvía del centro de la ciudad y que, avisado de ello, otro piloto de a pie se avivó y merodeó el box rogando que el Colorado no aparezca y le ofrecieran a él esa preciada butaca. Después se enteraría que era un inglés. Vaya parada que le ganó.
Y cuando ya había asumido la realidad que se le presentaba, el capo del equipo pareció arrepentirse. "La verdad es que la tanda ya termina, no sé si tiene sentido salir a pista", dijo. Recién ahí el Colo reaccionó en serio. "No, no. Me subo ya mismo, quedan veinte minutos. Hay tiempo". Y se subió nomás el Colorado, con el casco y el buzo antiflama del ex campeón que le quedaban enormes y dentro de un habitáculo donde las pedaleras le quedaban lejos, porque el otro era más alto. Sin conocimiento además de la pista, a la que no había visto ni en dibujos y mucho menos en simuladores que no existían en aquella época. "No sabía ni para dónde había que doblar", confesaría luego.
Así y todo, y después de conocer la pista y el auto ese viernes, el Colorado clasificaría 19º el sábado sobre 24 autos, a menos de un segundo del otro compatriota, y el domingo haría tan buena carrera que llegaría 7º después de parar en boxes por la bendita caja. Entonces no otorgaba puntos esa posición, hoy habrían sido 6. Su sueño se concretaría como jamás nadie lo hubiera imaginado, como sería imposible de pensar en estos tiempos de millones y millones de dólares en danza, apoyos ausentes y profesionalismo exacerbado. "Es tuyo, Colo", le dijo Bernie. Y el Colorado se subió.
Relato basado en hechos reales. Así fue el debut del sanjuanino Ricardo Zunino en la Fórmula 1, el viernes 28 de setiembre de 1979 con 30 años de edad, en el Gran Premio de Canadá corrido en Ille Notre Dame, circuito que luego se rebautizaría Gilles Villenueve. Reemplazó en el equipo Brabham (cuyo dueño era Bernie Ecclestone, el mandamás de la F-1 desde hace dos décadas) al austríaco Niki Lauda, campeón mundial 75 y 77, y que luego repetiría en 1984 tras un regreso tan fantástico como este primer retiro. Niki venía de ganar su único GP en Brabham de ese año, pero en una carrera sin puntos en Brand Hatchs ("La carrera de los campeones"). El otro argentino, por supuesto, era Carlos Alberto Reutemann y el inglés al que le sopló el puesto era Rupert Keegan. El Colo, que sí había logrado hacer una prueba días después de la frustrada, no fue a Nueva York al final del GP, sino aWatkins Glen, al este de EEUU, para disputar el siguiente fin de semana el último GP del 79, donde se pegó contra el guard rail. En el 80 correría las primeras 7 carreras en Brabham y sería desplazado, justo en Inglaterra, por los dólares que aportó la telefónica Telmex para el mexicano Héctor Rebaque. En el 81 corrió para Brabham la carrera sin puntos de Sudáfrica y los GP de Argentina y Brasil con Tyrrell. Fueron sus últimas carreras en F-1.