El encargado de diseñar el diagrama fue el Organizador, como siempre, y los horarios y todo lo concerniente a la justa deportiva estuvieron disponibles en lo que canta un gallo. De hecho, se conservaron miércoles y sábado para la competencia, en honor a los días en los que el estadio Doménico Chindamo era la flor y nata del fútbol vernáculo, y el inicio quedó previsto para las 6.30 de la mañana.
La composición de los equipos se realizó como siempre, con el viejo y nunca bien ponderado “pan y queso”, pero esta vez de manera virtual para no romper las reglas del riguroso aislamiento que imponía la cuarentena obligatoria: uno de los integrantes, digamos el capitán, se enfrentó con otro, cada uno en su casa y sobre un piso de mosaicos parecido. Avanzaron a pie juntillas y en dirección contraria a la del contendiente y, luego, mediante estudios planimétricos pertinentes se determinó quién había sido el ganador, que eligió primero a los que serían sus compañeros en este particular desafío.
Todos los jugadores del Chindamo fueron elegidos en ese acto y a nadie le importó quién fue el último en ser convocado, lo que demostraba que el sentimiento de solidaridad que desarrolló la pandemia había calado hondo, ya que se evitaron las cargadas habituales en ese sentido en tiempos no tan lejanos. Pero era imposible jugar 20 contra 20, por lo que los futbolistas de parajes y domicilios lejanos al Chindamo fueron declinando su participación en el evento de a uno y casi sin dar razones.
Algo que fue comprendido por todos, máxime cuando la declaración que acompañó cada renuncia a la participación de tan particular lidia iba acompañada por el ya archiconocido “lo importante es el equipo, yo estoy para sumar y apoyar a los muchachos desde el lugar que me toque”. O sea desde su domicilio.
Quedaron cinco contra cinco, sin arqueros, y el desafío se iba a llevar a cabo sin público, por supuesto, pero también sin rival. Ahhh? incluso sin compañeros de equipo y con barbijo.
Es que el diagrama disponía una justa deportiva con un solo jugador por vez, nada que ver con Abonizio y eso de “la lucha es de igual a igual contra uno mismo y eso es ganar”, no. El sistema preveía la entrada del primer futbolista a las 6.30 por uno de los dos ingresos al Chindamo habilitados ad hoc. Supongamos, el primer jugador designado del equipo, digamos rojo, ingresaba por la pequeña puerta camuflada en el portón de entrada al estacionamiento. Debía llegar ya vestido con la indumentaria correspondiente, un barbijo del mismo color que la camiseta y un cartel en el frente y la espalda de la casaca que indicara número y nombre y apellido, estos datos debían estar escritos en letra bien grande y legible para facilitar la tarea de la “torre de control”, que no era más que el legendario Doménico Chindamo, en vivo y en persona, aunque detrás del vidrio de la puerta que da a la cancha. Chindamo, además de la mítica boina al estilo del Che, estaba provisto de un cuadernito Gloria de tapa anaranjada y una birome para anotar todos los detalles del, digamos, partido.
Con los ejercicios precompetitivos ya realizados cada uno en su hogar, el primer jugador debía escoger los tres balones dispuestos estratégicamente debajo del copioso árbol situado a uno de los costados del Chindamo y dirigirse a uno de los arcos (en la ceremonia previa, la noche anterior, esto fue sorteado entre los capitanes vía streaming).
Allí colocaba las pelotas dentro de los límites del área chica (que no estaba marcada, pero todos sabemos dónde es), una en línea con cada palo y otra en el centro. Eran tres remates al arco contrario sin oposición y toda la operación no debía durar más de 5 minutos para permitir el egreso por el mismo lugar que había llegado para que no existiera ni la más mínima posibilidad de encontrarse con alguien en el camino.
Porque a las 6.40 entraba el jugador del equipo, digamos azul, y lo hacía por un túnel construido a tales efectos en el hueco de la obra en construcción del lado de la fábrica de ascensores. El procedimiento era idéntico y contaba con 5 minutos para recoger los balones de su propio campo y efectuar sus tres tiros de rigor.
Y así cadauno de los cinco players de cada equipo, sin contacto con nadie, ni rival ni compañero, en el más completo y desolado silencio. Solamente con alguna que otra maldición entre dientes y barbijo y el saludo reverencial y desde lejos con el mitológico Chindamo, que respondía con un ademán extraño y apenas una mueca.
Es que estaba sumamente consustanciado con el recuento de los tantos del desafío chindamístico, que significaba otro hito en la historia ya de por sí fabulosa de su propio estadio. Sucede que la contabilidad no era simple ni nada que se le pareciera, mucho más para los cansados ojos y la gastada entendedera del veterano.
Porque se estableció que el valor de los goles estaría discriminado de la siguiente manera: valía uno el tradicional, el que todos conocemos, cuando la pelota inflaba la red o simplemente la acariciaba. Dos, si la pelota impactaba, de frente o de costado, en uno de los palos, sin importar el destino posterior, o sea si entraba al arco o no. Y valía tres si el esférico daba, de lleno o de costado, en el travesaño, sin importar el destino posterior, o sea si entraba o no.
Esto generó un sinfín de suspicacias entre los atribulados players vía teleconferencia, ya que pullas y chistes de dudoso gusto se multiplicaron por doquier, sobre todo ante la dificultad para hacerle entender al veterano juez y veedor de la competencia este sistema de puntuación un tanto traído de los pelos.
La cosa se desmadró cuando tras la enésima explicación, el veterano canchero y líder de este grupo preguntó, para que todos lo vieran en teleconferencia, con un tono justo entre la pecaminosa ingenuidad y la inocencia lujuriosa: “¿Cómo es eso del travesaño?”.