Jugó de 6 hasta la cuarta de Rosario Central, el club para el que hincha desde siempre. Colgó los botines dos años y luego retomó en un campeonato amateur, en la localidad de San Lorenzo, donde nació y aún vive, 23 kilómetros al norte de Rosario, junto al Paraná. "Todos los que jugábamos en ese equipo consumíamos: el equipo completo y ahí ya me aislé de la gente del fútbol con la que me juntaba antes, todos mis amigos comenzaron a ser sólo los del consumo". Sebastián Mascherano dice esto y echa abajo de un plumazo la idea de que en el deporte o en los pueblos todo es sano y feliz como en un cumpleaños.
Inmenso y frontal como un rugbier, Sebastián cuenta esto en la página 104 de su libro: "El infierno tan temido. Historia de un sobreviviente". Pero reitera el relato también cara a cara con quien sea. Esta vez lo hace en diálogo con Ovación en la mesa de un club de su ciudad, donde todos pasan y lo saludan "hola Seba” o "¿qué tal Gordo?”. El también saluda y habla porque no tiene problemas en hablar, de hecho dice que lo necesita, que le hace bien porque "quien no reconoce su secreto con la sustancia no tendrá descanso”.
Sebastián no sólo habla: cuenta. Los años en que fue dueño de bares y un boliche de San Lorenzo, época en que se creyó el Rey de la Noche y el Príncipe de los Murciélagos pero se tiró "a morir". Habla de los dieciocho meses de internación, de cómo se dio cuenta de sus vacíos y dolores; reconoce los celos por su hermano famoso, ocho años más chico que él; nombra a Rocco y a Emy, los hijos que descuidó durante todos esos años donde no había fiesta, sexo ni noche sin consumo. Recuerda a quienes conoció y murieron tras consumir todo lo posible e imposible. Cuenta que empezó Ciencias Económicas, una de las tantas cosas que abandonó. Habla de sus deudas, de la dura recuperación que aún no termina para él y de cómo ya lleva 900 charlas en 7 provincias y 250 localidades, con chicos y grandes, para intentar prevenir las historias con "el postre”, "la dama”, "la milonga” o "la merca”.
Sebastián tiene 43 años y un patrimonio que hoy valora como nunca: dos padres, dos hermanos, dos hijos y unos pocos amigos. Todos son parte de una historia que sabe que ya no recuperará y de otra que encaró en 2012 cuando se dio cuenta de que era un enfermo y que solo no podía salir. Fue tras alcanzar el máximo de sus delirios, el que relata crudamente en el libro que lleva su nuevo rostro en la tapa.
Arranca el primer capítulo desde ahí. Dice que sabe que eran entre ochenta y noventa gramos de cocaína porque los había pesado. Que esa dosis en general se baja en muchos días y hasta en meses. Pero que él, esa vez, se encerró con cinco botellas de whisky, se quedó completamente a oscuras como solía hacer (bajaba las persianas y no atendía los teléfonos) y aspiró todo en sólo siete días con sus siete noches y sin dormir. Y que le contaron que fue un amigo, Martín, quien tiró la puerta abajo y lo encontró sucio y casi muerto en esa caverna en la que se había metido. Que su amigo lo rescató, casi como "Cabral a San Martín en San Lorenzo” y que los dos junto a su mamá fueron a Buenos Aires, donde comenzó la recuperación.
Ahora Sebastián repite y adapta esa historia según la edad de sus interlocutores. Va a donde lo invitan: escuelas y colegios, granjas de recuperación, clubes y sindicatos, y comparte ese pasado, escrito junto a un periodista cordobés que se llama Sebastián como él.
El texto está prologado por el psicólogo Juan Yaria, quien dirige Gradiva, la clínica de recuperación de adicciones donde se internó. Al final de las 145 páginas el libro ofrece un anexo con teléfonos y propuestas para los familiares, amigos, docentes, adultos preocupados o quien esté atravesando problemáticas relacionadas con el consumo. Con su relato y el libro bajo el brazo, Sebastián va a las charlas donde todos, en principio, asisten más que nada porque va el hermano del "Jefecito". Pero al final se quedan hablando con él y de él.
"Acá en la escuela hay droga, pero ¿cómo hacemos para ayudar y que no crean que somos buchones?”, le preguntó un alumno. Sebastián siente que si un pibe le puede compartir eso, su tarea va por buen rumbo.
Sebastián no sabe que "El infierno tan temido” es un cuento terrible de Juan Carlos Onetti que trata sobre el despecho de amor convertido en venganza. Tampoco sabe que ese fue el guión de una película que protagonizó Graciela Borges y Alberto de Mendoza. Pero sabe muchas otras tantas cosas: "Que es un adicto en recuperación de por vida”, tras seis años de tratamiento, que "si legalizan la marihuana posiblemente bajaría el consumo”, porque, asegura Sebastián, "a los adictos nos gustan las cosas prohibidas”. Sabe que hoy se siente "con el corazón más blando y puede tener proyectos”, sabe que "ningún pibe nace con un arma en la cintura” y que si se transforma en un criminal, no lo justifica, pero entiende que "detrás hay dolores familiares y un Estado que a veces está sólo para cortar la cinta”.
Sabe que en su época el consumo empezaba a los 17 años y no era tan fácil conseguir droga. "Pero ahora los pibitos empiezan a los 8 años y aspiran el revoque de la pared”. Sabe que muchos de los que consumían con él querrían que vuelva a las andadas para "divertirse”. Sabe que no todos tienen o tuvieron la suerte que él tuvo: una familia de clase media con una red de afectos que lo contuvo, recursos económicos y un físico privilegiado que lo aguantó. Sabe que ya no jugará en la primera de Central como soñaba, entonces disfruta de ir junto con su hijo a la cancha. Y sabe que es Mascherano pero Sebastián y que cuando por estos días lo llaman de distintos medios para que comente qué le parece el pase de su hermano Javier a Estudiantes, se ríe y les contesta: "Macho, llamalo a él, yo tengo otras cosas de qué hablar”.