La suya era una de las familias afortunadas que, antes de las privatizaciones, antes del Rey Carlos, tenía teléfono. Estaba al alcance de todos y todas, en el justo medio de la casa, en el living, que era la habitación más importante porque ahí también estaba el televisor, que era un aparato enorme, una cajota gris con el frente de vidrio ligeramente convexo y atrás una rejilla de plástico que emitía un calor intenso que los chicos, que no sabían nada de Física y escuchaban a escondidas las conversaciones de los padres, creían que eran los rayos catódicos y que si se exponían a ellos mucho tiempo, que era lo que querían más que nada en el mundo, porque les encantaban “El Zorro” y el “Batman” de Adam West y “La familia Ingalls”, pero no lo decían porque era de chicas, podían terminar con un humor de los mil demonios, como Hulk, y eso que el Doctor Banner había quedado expuesto un ratito nomás a los rayos beta en el accidente en el laboratorio.
El aparato, el teléfono, era distinto al que había en la casa de la abuela, que era negro, pesadísimo y con delicadas líneas redondeadas, un aparato distinguido, aristocrático, moldeado en baquelita, pero hacía el mismo traqueteo monótono cuando, después de marcar un número, el dial volvía a su lugar original; el suyo era más moderno, gris clarito, armado con piezas de plástico que debían ser bien fuertes y duras porque cuando se caía, y pasaba a menudo, por el descuido cuando la empleada que le pasaban el plumero apurada por terminar e irse o porque de tanto enrollar y desenrollar el cable, que ya de por sí era espiralado y flexible y había sido diseñado para estirarse como chicle, en una de esas comunicaciones eternas y sin sentido de su hermana, terminaba cayendo al piso con un estruendo y el reto exasperado de la vieja que parecía que no pero estaba atenta a todo lo que pasaba con y por el teléfono.
Y sí, todos estaban atentos a lo que pasaba con el teléfono, era la única comunicación con el mundo exterior, todos quería saber quién hablaba y con quién hablaba, como ahora mismo hacen los servicios, aunque no deberían pero quién se anima de decirle que no al Señor 8, que ahora es señora, pero sigue siendo lo mismo, el mandamás de los espías. Por eso estaba donde estaba, para que cuando se contestara una llamada se hiciera a la vista de todos y todas, sin secretos, sin misterios y, sobre todo, sin intimidad, toda una desgracia para un adolescente que tenía sus primeros escarceos en las lides del amor y había que tener nervios de acero para hacer o recibir la llamada fatal, podía fallar, Tu Sam tenía razón, y la burla estaba garantizada y era asesina, y si alguien más la interceptaba, la hermana, la vieja, la empleada, seguro empezaba a los gritos, tapando prudentemente la bocina, para que todos en la familia se enteraran de qué venía la cosa, y el resultado era el mismo o aún peor, el escarnio público. Para evitarlo, no quedaba otra que cruzarse al bar, comprar un puñado de cospeles de Entel y hablar desde el público, que no tenía nada de higiénico. Mínimo podías terminar con una infección en el oído, pero eso era nada si zafabas del bullying.
Hoy, gracias a los celulares y más a los servicios de mensajería, eso no pasa. Cada uno en casa tiene un móvil con conexión a internet, así que si quiere hablar con Dios y María Santísima puede hacerlo y, más de Facebook, Google y los servicios, que digan lo que digan siguen vivitos y coleando, nadie más se va enterar de a quién llamás y quién te llama, a quién mensajeas y quién te mensajea. Eso, siempre y cuando sepas cómo combatir la inteligencia interna, tener el protegido el celular con acceso biométrico –no es verdad que puedan abrirlo poniéndolo delante de tu cara cuando estás dormido– y, sobre todo, llevarlo a todas partes como a una segunda piel, porque los verdaderos expertos en inteligencia social no son los hackers sino la familia, que te conoce más que a nadie en el mundo.
La intimidad está garantizada, la estupidez, no. El fijo obligaba a una ceremonia, levantar el tubo, discar, si no sabías el número buscarlo en la guía; el móvil no, todo es vértigo, rapidez, ya, siempre a mano, siempre encendido, sin números que memorizar, sin tener que esperar tono ni la lenta rotación del dial, con fotitos, pequeñas pero lindas, no hay nada que pensar, solo clickear y listo, satisfacción garantizada. Eso es lo que te quieren hacer creer, pero nada es más falso. Nada es más traicionero que la falsa seguridad del celular. Y eso, sin pensar en los datos, toda la información sensible que recopilan y comparten vaya uno a saber con quién.
Ya lo decía el abuelo Manuel: “Un buen ejemplo es el mejor sermón”. Paso en una escuela del centro, confesional, con buenas y abnegadas maestras y aún más encomiables directoras, en uno de los grados iniciales que, para mantener una comunicación fluida o más o menos durante la pandemia, activó un grupo de WhatsApp. Hasta ahí todo bien, más allá de algún exceso, una pelea de gallos, una queja subida de tono, un pedido extemporáneo, lo más natural del mundo en el imperio de la virtualidad. Todo bien hasta que explotó la bomba. Hasta que llegó un mensajito, con una lista de precios, como una de esas tantas que se pusieron de moda durante la cuarentena y ofrecían vinos, artículos de limpieza, perfumería, fiambres, hasta de fitness, mancuernas, colchonetas de yoga, bandas elásticas. Pero no, nada que ver, el tarifario o en cuestión ofrecía “Larry Piedra purita Calidad Premium” y garantizaba “cadete activo pa’ lo pibe”. Los precios saladitos, más teniendo que ofrecía gramos, no kilos ni toneladas.
Primero no se entendió, después, sí. Pero cuando eso pasó ya lo habían borrado y el celu del que lo habían mandado repetía como un mantra “el número que ha solicitado no se encuentra disponible”. Y sí, era una lista de delivery, pero non sancta. Alguien metió mal el dedo, algo que con el viejo teléfono fijo de baquelita no hubiera pasado.