Una deidad en el Rosario (III). A pesar del fatídico diagnóstico de que estábamos envenenados con mercurio, no pudimos menos que sonreír, convencidos como estábamos de que al mercurio sólo lo conocíamos en la espalda del espejo.

Una deidad en el Rosario (III). A pesar del fatídico diagnóstico de que estábamos envenenados con mercurio, no pudimos menos que sonreír, convencidos como estábamos de que al mercurio sólo lo conocíamos en la espalda del espejo.
-¡Sí, señor! Usted está mercurializado
-dijo el sabio X-, y si hubiera tardado ocho días más en consultarme no habría remedio alguno que lo hubiera salvado.
Volvió entonces a echarnos vistazos y a hacer largos y misteriosos gestos.
-Es evidente -continuó diciendo-, que si usted se pusiera en manos de los médicos, éstos jamás podrían entender la naturaleza de su enfermedad, y le aplicarían drogas infernales, alquimia tenebrosa, sustancias de alambique manejadas como si fueran simples granos de arroz pero que deshacen el organismo y lo llevan rápidamente a la tumba.
Aspiró ruidosamente el aire saturado de incienso y caminando por la sala a grandes pasos dijo triunfalmente como si esperara un abrazo:
-¡Yo le curo a usted en cuatro meses! Durante la noche se envolverá en una sábana mojada durante dos horas y luego se hará un baño de pies por 15 minutos. Duerma entonces hasta saciarse y luego se hará cataplasmas de barro en la cabeza. Coma sólo vegetales. Prohibido el café, el té y el vino. Vendrá a verme todos los días y por la "raya" conoceré el progreso de su curación, el que será largo, señor mío, ¡porque usted tiene el mercurio en todas las moléculas y en todos los protoplasmas!
Entonces, le alargamos una tarjeta y le dijimos: "Muchas gracias, ¿quiere usted pasar la cuenta... al diario?".
Luego de unos segundos de desconcierto, el naturalista dijo con voz aflautada: "Johanne, gieb mir das Gewehr" (Juana, tráigame la carabina). Pero antes de que se asomase la robusta hija del Rhin, ya habíamos puesto prudente distancia entre nosotros y el señor X. (1907).
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