La provincia de Santa Fe no es la más violenta. Y dicen las estadísticas más minuciosas que tampoco Rosario es la "capital del crimen" en la Argentina como piensan (y escriben) algunos periodistas europeos. Ayer, seguramente para alivio de la política de seguridad del gobernador, Miguel Lifschitz, los dos principales diarios del pais titularon sus ediciones dominicales con noticias sobre inseguridad pero ninguna localizada en la provincia de Santa Fe.
Ni siquiera Argentina es uno de los países más temerarios del mundo.
En una reunión de ex becarios latinoamericanos que habíamos estudiado en Israel que se realizó en 1999 (adviértase que la fecha refiere a 17 años atrás) en la Ciudad de México, que entonces se llamaba DF, nos custodiaron hasta cuando íbamos a un baño público. Tengo anécdotas de esa índole de Guatemala, Panamá y Colombia pero también advertencias recibidas en Roma, o Berlín e incluso París, ciudades todas —como la mayoría de las europeas— en las que la vida noctámbula en casi la totalidad de sus ejidos termina a eso de las 21 o 22, hora en que los lugareños suelen guardarse en sus casas hasta día siguiente.
Ya que estoy contando anécdotas cuasi privadas, permítanme una más que —al menos a mí— me resulta ilustrativa en varios aspectos. Un matrimonio oriundo de esta provincia, radicado desde hacía varias décadas en un país centroeuropeo, tras hacer cuentas llegó a la conclusión de que comprar un departamento en el bulevar Oroño, amueblarlo y radicar allí a su hijo para que estudie en la universidad privada más cara de la región, les resultaría más barato a que el joven concurriese a la de la ciudad en la que residen.
Poco tiempo después, una visita a su hijo en Rosario también sirvió para que nos juntásemos mi amigo y yo a compartir un café. Mi asombro llegó apenas advertí que la algarabía inicial que me había transmitido en nuestros chats sobre la solución que había encontrado para asegurar la educación superior a su hijo, en parámetros económicos que él, como empleado en un hotel y su esposa en una tienda, podrían solventar a un costo que consideraba (visto desde allá) accesible, había trastrocado en una suerte de decepcionante inquietud. Insisto: que el muchacho fue traído a estudiar a la universidad privada supuestamente más prestigiosa (y de paso más cara) de la zona.
"Pasa —me confidenció apesadumbrado— que se integró a varios grupos de amigos". Yo quise argumentar lo bueno que ello era para un adolescente en tanto lo ayudaría a mitigar el desarraigo del resto del grupo familiar que había quedado a miles de kilómetros.
"Lo que me preocupa no es eso. Sino que todas las noches disfrutan de salidas, reuniones y excusas festivas que lo mantienen en la calle hasta altas horas y lo obligan a dormir por las mañana cuando debería estar estudiando. En Europa, de día se trabaja y de noche se descansa porque al día siguiente hay que volver a trabajar".
"¿Es joven, no es acaso su momento de disfrutar?", intenté consolar a mi amigo.
"¿Disfrutar de qué? ¿Del exceso, de la irresponsabilidad, de la desconsideración?", fue la respuesta.
Azorado y golpeado porque mi argumento fuera demolido con apenas un soplido decidí tirar la toalla ahí mismo: "Explicame, no acabo de entender tu razonamiento", me rendí.
"Mi hijo vino a estudiar y sabía que venía a ello. Es la responsabilidad que asumió y honrarla es esforzarse al máximo en su formación. No hacerlo no sólo es defraudar una promesa a su familia, lo que sería desconsiderado, sino que es hacerlo contra sí mismo, que es lo más le dolerá cuando lo advierta y entienda que la levedad de sus disfrutes le habrá dejado anécdotas pero escasa preparación para afrontar su futuro".
El hijo de mi amigo hoy estudia en una universidad en la Europa del norte y pronto a graduarse, habla varios idiomas y está aplicando para distintos empleos altamente calificados. La preocupación de su padre, paradójicamente, fue que mientras vivió en Rosario hasta hace algo más de un año pudiera salir de parranda todas las noches sin duda, temor ni preocupación alguna.
Se me dirá que estoy haciendo trampa al extremar el ejemplo usando uno con características singulares porque mientras el hijo de mi amigo dejaba su trabajo (estudiar en este caso) por la diversión, nuestros adolescentes, por ejemplo los que venden drogas —exponiéndose a una muerte temprana y segura por consumo o ajustes de cuentas— lo hacen porque sus padres (y a veces hasta sus abuelos) no tienen ni han tenido empleo para enviarlos a estudiar. O porque estudiar con el estomago vacío no es posible como tampoco contribuyen a ellos los hogares donde el modo de interacción familiar es la didáctica de los golpes y los gritos. Para calmar conciencias diré que la civilidad actual de los hogares de muchos países no borra que se trata de los mismos Estados que en el siglo pasado tuvieron en su continente las más letales conflagraciones que diera la humanidad a la historia y todavía protagonizan en varios rincones del mundo crímenes no menos vergonzosos.
Hasta aquella charla con mi amigo, la valoración con la que comienza esta nota no tenía reparos de mi parte. Solía decir a muchos que aún vivimos en un país donde, todavía se podría decir, sus niveles de seguridad permitían trasnochar en casi todas sus grandes ciudades, al menos en algunas zonas de ellas. En otras del continente americano u otros lugares del mundo desde hace muchísimos años con la llegada de la noche la gente tiende a encerrarse en sus casas como imperativo de preservación.
En estos días la Argentina parecería que está atravesando esa instancia que en todos esos sitios debió darse alguna vez cuando poder caminar por la calle despreocupados trocó en inquietud cuando no en alerta o temor y nos pone a los argentinos, santafesinos incluidos, en el dilema de "endurecer la mano" como claman algunos aunque sin estar del todo dispuestos a hacerse cargo de los retrocesos que podría acarrear o buscar "las alternativas" que tampoco definen.
No está mal que se cumpla la ley. Es verdad que quien delinque deba purgar la sanción prevista. Más aún si cegó una vida. Todo ello en el marco del debido proceso y asegurando el respeto a los derechos y garantías que la Constitución prevé para víctimas y victimarios.
La igualdad política, social y económica que el socialismo propugna como sus consignas fundantes que el Estado debe propiciar para todos sus ciudadanos sin exclusión ninguna interviniendo en rasar los desequilibrios que lo impidan, ¿en cuánto tienen que ver con extremar las medidas que se requieran de modo extraordinario en algún momento ante algún descontrol?
Este es el horizonte que no puede perder de vista el Frente Progresista que gobierna la provincia entre otras cosas porque ya debe comenzar a hacerse cargo de que su progresismo no pudo o no supo aún reducir las desigualdades económicas para evitar que la pobreza estructural hiciera tan fácil que el narcotráfico y otras formas de delito organizado tuvieran una puerta tan enorme de ingreso y allanado el campo social para su afianzamiento en el terreno.
Si por una cuestión filosófica el socialismo se desentendió de la represión del delito —por ser delicados y decir lo menos— e indirectamente, queremos creer, favoreció su desarrollo en las zonas más vulnerables de las grandes ciudades, por desesperación ante la impotencia que le genera el reclamo ciudadano no debe propiciar un Estado policial de represión irreflexiva. Le pedimos al gobernador que extreme ese cuidado porque entre otras cosas es su obligación.
Así como hoy toda la dirigencia pareciera haberse puesto a pensar en cómo crear penas más severas y dar mayores prerrogativas a los uniformados, ¿no sería bueno que también y simultáneamente se piense y destinen fondos para endurecer la obligatoriedad que ya la ley le otorga a la educación? ¿No sería mejor que nuestros niños, estén encerrados en un aula (si es necesario todo el día) a que lo estén en esas infectas cuevas que son los kioscos de drogas o que a nuestros adolescentes en lugar de buscarlos para encerrarlos entre rejas se los busque —y de ser necesario de un modo algo coactivo— para estar en la escuela con jornada extendida?
Finalmente quiero advertir la gravedad de algunas cosas que los argentinos estamos repitiendo sin darnos cuenta. Quiero dejar a salvo a los familiares de víctimas fatales. Su dolor es absoluto y su tragedia definitiva es un drama sin fin. Eso los excluye de la apelación al razonamiento frío. La mano dura tiene una ventaja y un problema como caras de una misma moneda: muestra efectos aparentemente beneficiosos con la misma rapidez con que se descontrola. El resultado es sembrar muerte por doquier y abarrotar las cárceles sin solucionar el problema de pacificar la convivencia social que es de lo que se trata. Porque eso es la felicidad del pueblo de la que hablan todos los gobiernos. Lo que son supuestamente de centroizquierda como el Frente Progresista y los que son aparentemente de centroderecha como Cambiemos.
No se trata de que un delincuente entre por una puerta y salga por otra. Se trata de que entre por la puerta que tiene que entrar. Se lo encierre o salga, según corresponda con una aplicación ecuánime y justa de una ley aplicada por funcionarios probos cuya ética dé garantías de una investigación seria, profunda, veraz y honesta en cada caso. Hacer justicia no es meter bala a quien se nos antoje sospechoso. Eso es cuanto menos inconstitucional (art. 18). ¡Qué bien nos haría leer cada tanto su texto! Hacer justicia es poder condenar con el menor margen de duda y a la pena más propicia al culpable y exculpar al inocente.
El gobierno nacional incurre en el mismo pecado de su antecesor y no habla de pobreza. Entonces la inseguridad no es algo más que un invento de la exageración de los medios de prensa que en sus campañas interesadas la ponen en sus títulos de tapa. No es que un pobre sea violento o delincuente. Es que la pobreza engendra violencia más temprano que tarde. Y que la delincuencia habrá de valerse de la vulnerabilidad de los pobres para sus destructivas faenas. No hay mayor violencia que la pobreza misma. Nadie elige ser pobre, nadie quiere ser pobre y en un país como la Argentina, nadie debería ser pobre si no hubiera quienes han robado y, probablemente roban, escandalosamente.