El sur envió ráfagas temibles, aguaceros y hasta granizo que pintaron en las playas un cuadro inesperado con nubes negras como el alma de un político. Para alejarse de los titulares de los diarios y cantos de sirena de los noticieros televisivos que por algo advierten que no son aptos para menores, optó por una caminata. Encapuchado y con las manos en los bolsillos se animó con el viento a favor. Tres perros que disputaban su saludo se le pusieron a la par. Sin darse cuenta se alejó bastante sin cruzar a nadie. La luz empezaba a debilitarse y cerca de los médanos, junto a una cerrada vegetación, los perros se detuvieron y empezaron a ladrar llamando su atención. Se acercó y vio que sobresalía un brazo pegado a un cuerpo semienterrado que vestía traje y corbata. Estaba tan cubierto de arena mojada que más que ver intuía. Intentó tragar y no pudo; tenía la boca seca. La mayor parte del rostro había servido de carnada a peces y gaviotas. La otra mitad había desaparecido de un tiro de escopeta. El brazo erguido lucía en la muñeca un Rolex de oro con malla también de oro. Pensar en tomarlo y rozar esos dedos carcomidos y sangrantes le provocó una revulsiva sensación de asco y miedo. Dio cuenta de la novedad al diario local y volvió agitado hasta el parador de donde había partido. Como siempre, la moza le dejó el café con crema y un alfajor de chocolate que compartiría con su amigo, un confianzudo gatito gris atigrado. Le agradeció a la muchacha con una sonrisa nerviosa y ella le preguntó la hora. Con gesto instintivo levantó apenas el brazo haciendo girar la mano. Pasan dos minutos de las siete, le dijo. Todavía tengo para un rato más, comentó ella insinuante. Y mirándole el reloj le dijo con asombro: che, que bueno que está. No le contó que recién lo había lavado en el mar. Y entrecerró los ojos para fijar la vista tratando de adivinar qué se estaría diciendo en el pequeño tumulto que iba creciendo en la playa, junto a los médanos.