Al mejor estilo de una novela de suspenso y misterio, como la trilogía “Millennium” del periodista y escritor sueco Stieg Larsson, es muy difícil imaginar cómo y cuándo será exactamente el final de esta pandemia. Larsson había entregado a su editor el tercer volumen de su libro y murió días después de un infarto, en 2004, antes de que saliera publicado el primero de la serie, que fue un éxito mundial. Tenía sólo 50 años y su muerte fue tan inesperada como la trama de sus historias.
Ya no sólo la Argentina, sino el mundo entero, se encuentran inmersos en una serie de acontecimientos que nadie había vivido antes y sólo podía imaginarse a través de la lectura de la historia y la filosofía de la humanidad.
La pandemia, que no tiene miras de terminar hasta dentro de varios meses si es que no aparecen nuevas mutaciones del virus que tornen ineficaces a las vacunas, ha producido cambios en la sociedad, en las relaciones personales, laborales y en materia de política doméstica e internacional sin precedentes.
En Londres, por ejemplo, las calles desiertas en las frías noches de este invierno boreal no se veían desde el “Blitz”, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando la gente iba a dormir a los refugios o a las estaciones del metro para ponerse a salvo de los bombardeos alemanes.
Nadie ha visto en los últimos 75 años la restricción al tráfico aéreo civil del último tiempo. También las prohibiciones de tránsito de personas dentro de distintas regiones de un mismo país son casi inéditas salvo en tiempo de guerras o catástrofes.
La lista de modificaciones en la vida cotidiana en un mundo que ya venía complicado son interminables, pero lo que más preocupa es la capacidad intelectual de los dirigentes para abordar situaciones completamente impredecibles e inimaginables.
Estados Unidos, por tomar un ejemplo, estuvo a punto de tirar por la borda su impecable historia democrática doméstica (no su política exterior plagada de invasiones y complots para golpes de Estado en otros países) cuando una turba neofascista irrumpió en el Capitolio. Si el discurso de Donald Trump arengando a sus seguidores a marchar hacia el Congreso por la Pennsylvania Avenue se hubiese producido en otro contexto histórico de un popular nacionalismo exacerbado, tal vez el asalto al edificio hubiese tenido éxito y el ciclo de la democracia podría haberse interrumpido.
Sin embargo, desde su declaración de independencia en 1776, nunca ocurrió semejante despropósito. En Estados Unidos no hubo nunca golpes de Estado pero sí asesinatos de presidentes, una variante muy particular para sacarlos por la fuerza de la Casa Blanca. Y no fue uno solo, como el más recordado caso de John F. Kennedy (1963), sino tres más: Abraham Lincoln (1865), James Garfield (1881) y William McKinley (1901). Además, varios otros sufrieron atentados a balazos y resultaron heridos, entre ellos Ronald Reagan en 1981.
El final de la era Trump, con su patética salida de la presidencia, le dio un mayor grado de previsibilidad al mundo global. Trump era tan impredecible como el coronavirus, mutaba hacia la extrema derecha, luego quiso mostrarse respetuoso de las leyes cuando su final se tornó caótico, pero su vocación de poder era tan explosiva que no fue un chiste de quien pidió en los últimos días de su gobierno que se le impida tener el manejo de las armas nucleares. Nadie podrá recordar otro presidente norteamericano semejante. A las pocas semanas de dejar la presidencia regresó con su mismo tono de siempre: “¿Ya me extrañan? Quién sabe, puede que decida ganarles por tercera vez”, dijo en una convención en Florida al sugerir que podría ser candidato en 2024 y que había ganado las elecciones de noviembre pasado pero que por un fraude no seguía en la Casa Blanca.
Pero Trump no es el único de ese nivel en este continente, en otros se hallan por montones: hay reyes, teócratas, nuevos zares y tiranos varios. En estas latitudes lo tenemos a Jair Bolsonaro, presidente de una de las mayores economías de Occidente, que es la versión caricaturesca de Trump. Su ligazón con la extrema derecha y sus excentricidades lo definen como otro peligro que seguramente el pueblo brasileño sacará del gobierno en las elecciones presidenciales de 2022. “Cuando veo que la prensa me ataca, diciendo que compré dos millones y medio de latas de leche condensada, les digo que se pueden ir a la puta que los parió. Esa prensa de mierda. Esas latas son para metérselas, a ustedes de la prensa, en el trasero”, dijo Bolsonaro hace unas pocas semanas durante un encuentro privado.
Estos y tantos otros personajes impresentables de la política mundial no hubiesen florecido sin sustento popular. Ese es el verdadero peligro del nuevo esquema de la construcción de las relaciones sociales y políticas que asomó antes de la pandemia y no se puede predecir si el fenómeno irá decreciendo o se consolidará. Como Mussolini no estaba solo en la Marcha sobre Roma cuando forzó al rey italiano Víctor Manuel III a que le entregara el poder, sino acompañado por miles de camisas negras, ni Trump ni Bolsonaro llegaron a ser presidentes por arte de magia. Los grupos supremacistas blancos, la xenofobia, la intolerancia religiosa y política son conductas humanas que no son nuevas y precisamente resurgen en tiempos de crisis, de vacíos existenciales que son llenados con el ideal de un mundo mejor a través de esas execrables forma de pensar y actuar.
El peligro de este mundo inestable y de la pospandemia que finalmente llegará es que surjan más líderes que estén dispuestos a llevar a la práctica esas fantasías eliminacionistas y criminales de una parte de la población narcotizada por falsedades que consume en las redes sociales y también en algunos medios de comunicación que hace tiempo han perdido el rumbo de la rigurosidad informativa.
Nos encontramos ante un desafío mayúsculo y en medio de una incertidumbre difícil de atenuar. Es lo más parecido a las novelas de suspenso del sueco Stieg Larsson.