El 16 de diciembre de 1941 el gobernador alemán de la Polonia ocupada, Hans Frank,
ofreció un discurso muy significativo. "No podemos ejecutar —dijo— a los 3,5 millones
de judíos polacos y tampoco no podemos envenenarlos a todos. Pero podemos proceder por etapas a
través de diversas vías que lleven a su exterminio y en relación con las medidas en gran escala que
se están analizando en el Reich". Al terminar la guerra, casi tres años y medio después, el 90 por
ciento de los judíos polacos había sido asesinado.
Hoy, después de varias décadas desde ese genocidio cumplido en Polonia y en otros
países de Europa, el presidente de Irán, Mahmud Ahmadineyad, viene proponiendo con un discurso
similar una cruzada para eliminar de la tierra al Estado de Israel. En la cumbre organizada esta
semana en Ginebra por las Naciones Unidas, paradójicamente convocada para combatir el racismo y la
xenofobia en el mundo, el líder iraní volvió a dar muestra de su antisemitismo visceral al acusar a
la Nación hebrea de todas las miserias posibles en este planeta. Fue un escalón más que se agrega a
su negación del crimen industrial de millones de seres humanos (rusos, polacos, gitanos, judíos,
sacerdotes cristianos, homosexuales, alemanes enfermos mentales y opositores al régimen, entre
otros) a manos de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial.
La estrategia de Ahmadineyad parece destinada a aglutinar dentro del mundo islámico
a todos los grupos rivales en torno al objetivo común de demonizar a una minoría israelí que habita
un suelo con una superficie similar a la de la provincia de Tucumán. Con el odio y el estigma como
vector excluyente, pretende convertirse en el líder de un peligroso fanatismo religioso que podría
expandirse por los límites del antiguo imperio persa, cuna del actual Irán.
Casi cinco siglos antes de la aparición del cristianismo, los persas dominaban una
vasta región que actualmente ocupan los países del Medio Oriente, Turquía, Afganistán, Pakistán y
varias ex repúblicas soviéticas del Asia central. La diferencia es que hoy el mundo musulmán que
intenta amalgamar Ahmadineyad está compuesto por casi dos mil millones de personas, tiene armas
nucleares y se advierte un creciente regreso a líneas religiosas conservadoras, como la aplicación
de estrictas leyes islámicas que reducen a las mujeres a objetos, casi sin derechos.
En Afganistán nadie logra doblegar a los talibanes que, ahora, avanzan sobre
Pakistán y han llegado a pocos kilómetros de Islamabad, la capital del país. En lo que parece una
arrolladora ofensiva, no se descarta que esos grupos fanáticos se hayan apoderado de armas
nucleares, lo que ocasionaría que la India esté en máxima alerta y con su arsenal nuclear listo
para operar.
Nada es casual. En realidad, lo que hace Ahmadineyad al poner en duda los crímenes
del nazismo y tratar de conectar ese período de la historia con el actual conflicto del Medio
Oriente, que es esencialmente político, no es casual. Los iraníes son persas y no árabes y podrían
estar afuera del asunto, pero utilizan la magia de la religión, que sí los une con el resto de las
naciones árabes a través del islam, para convertirse en actor principal en una región del planeta
que cada día se torna más explosiva.
El historiador norteamericano Daniel Goldhagen presentó hace varios años en
Alemania un libro, su tesis doctoral, titulada "Hitler’s Willing Executioners" (Los verdugos
voluntarios de Hitler), con el que introdujo una nueva y polémica manera de enfocar ese período de
la historia. Explica que el asesinato en masa de la población judía de Europa se produjo por
determinadas circunstancias particulares que se dieron en Alemania y no en otro país. Las causas
fueron un antisemitismo ancestral subyacente en la población y un Estado que lo exacerbó y se ocupó
de llevarlo a la acción. "Los antisemitas más virulentos de la historia se hicieron con el poder
del Estado y decidieron convertir una fantasía asesina particular en el núcleo de la política
estatal", dice Goldhagen.
En esa misma obra se relata un episodio que marca la distorsión de los valores a
los que puede llegar el ser humano producto de la inexistencia de un juicio crítico y la liberación
sin represión del instinto asesino. Un capitán alemán llamado Wolfgang Hoffman era el jefe en
Polonia de un batallón policial (los diabólicos Einsatzgruppen, escuadrones de la muerte) integrado
por hombres comunes, no militares ni de las SS, que tenían como única misión fusilar a la población
civil judía polaca a medida que el ejército tomaba el control de pueblos y ciudades. Mientras hacía
su trabajo con esmero, Hoffman se negó en una oportunidad a cumplir una orden porque se sintió
ofendido y pensó que se trataba de un error. "Me parecía una impertinencia —escribió—
exigirle a un respetable soldado alemán que firme una declaración en la que se compromete a
abstenerse de robar, saquear y no pagar sus compras". Hoffman consideró incorrecto ese pedido
porque hacía dudar de las normas de moralidad y conducta de su batallón. Robar era vergonzoso entre
sus hombres pero no ejecutar a civiles, niños incluidos.
A la vista de todos. Toda la documentación de la mayor tragedia europea del siglo
pasado está al alcance de quien la quiera ver en la propia Alemania, especialmente en Berlín. Es
diferente a lo que ocurre con los turcos, que todavía hoy no reconocen la masacre del pueblo
armenio de principios de siglo pasado, o del presidente sudanés Omar Al-Bashir que tiene pedido de
captura de la Corte Penal Internacional, a través del fiscal argentino Luis Moreno Ocampo, por
crímenes de lesa humanidad en la zona de Darfur, al oeste del país.
La democracia alemana, que ha hecho importantes avances en el último medio siglo
tanto en la desnazificación del país como en la educación de las nuevas generaciones, admite y
muestra crudamente en sus museos, centros de estudios y los propios ex campos de extermino, la
barbarie cometida durante los doce años del nacionalsocialismo. La Nación que perpetró el
Holocausto reconoce su responsabilidad, pero sin embargo Ahmadineyad, presidente de una teocracia
con camuflaje democrático, lo pone en duda. Lo hace para emplear una antigua estrategia utilizada
repetidamente a lo largo de la historia: el antisemitismo, un factor aglutinante de masas
narcotizadas con escasa capacidad reflexiva para orientarlas hacia un objetivo común. Y lo lleva al
paroxismo para utilizarlo en el conflicto del Medio Oriente, donde mezcla intencionalmente
política, religión, historia y nacionalidades en una batería de falacias bien orquestadas y con un
propósito muy claro: liderar el mundo musulmán a través de un renovado y moderno antisemitismo.
Ya ocurrió antes entre las naciones occidentales. A lo largo de más de diecinueve
siglos de acusación de deicidio al pueblo judío por parte de la Iglesia Católica Apostólica Romana
se contribuyó a desparramar ese maligno germen, que penetró hasta en sociedades con gran desarrollo
cultural como Alemania. Recién en 1962, con el Concilio Vaticano II, Roma rectificó con valentía
ese insólito estigma que responsabilizaba a todas las generaciones de un pueblo por acontecimientos
históricos controvertidos sucedidos casi dos mil años atrás. Es como si hoy la cristiandad culpara
a los italianos porque sus antepasados del imperio romano clavaron en la cruz a Jesucristo. O que
se califique a la juventud alemana como asesina por lo que sucedió entre 1933 y 1945 en Europa.
Luz de alerta. Si el presidente de Irán logra liderar el creciente fenómeno de
radicalización del islam —religión de gran aporte cultural a la civilización desde hace 1.400
años— esta historia no terminará bien. Hay sobrados ejemplos del pasado para encender una luz
roja de alerta en un mundo que se lo ve muy concentrado en la crisis económica pero poco atento a
fenómenos políticos y sociales que ponen en peligro la paz global.