Hace algunos años, muchos, mi padre quería comprar una casa entre bulevares. Alentado por un amigo que pensaba en el futuro y se encontraba en la misma búsqueda, tuve la oportunidad de acompañarlos a ver una. Era de una sola planta y a simple vista no decía nada, lo que en la mirada de un arquitecto sería una auténtica caja de zapatos sin ningún tipo de valoración estética. En la misma cuadra y a solo unos metros, otra casa con llamativos detalles y ornamentos también tenía un cartel de venta. Inquieto por la diferencia, pregunté por qué no veíamos también esa. La respuesta fue contundente y casi obvia: "Porque es más cara". Insistí, acotando que vivir ahí sería mucho más lindo. El amigo de mi padre debió pensar lo mismo, al punto que días después se convirtió en su propietario.
Pero ese día por primera vez mi padre se detuvo a darme una breve pero ejemplificadora explicación, que obviamente su amigo desoyó: "No busco una casa para que vivamos, quiero comprar una propiedad que cuando necesite aflojarle al trabajo valga lo mismo o más que hoy. Lo que se dice una inversión patrimonial que me de tranquilidad y cuando decida venderla, una vejez más digna. La otra casa es muy linda pero también antigua, eso significa que necesita mantenimiento y con el paso de los años eso será cada día más costoso. Llegará el momento en que la caja de zapatos valdrá lo mismo que la gran mansión, ya que lo único que importará es el terreno y lo que pueda construirse en él, que es en definitiva lo que le da verdadero valor". Lo que no sabía mi padre, y mucho menos su amigo, es que varios años después la casa que eligió valdría no ya lo mismo, sino mucho más que la gran casa. Mi padre feliz y su amigo decepcionado.
Resulta que nadie contaba con que alguna vez los inmuebles que tuvieran valor agregado, producto de su arquitectura, no iban a poder tocarse o modificarse, con lo cual su valor inmobiliario se vería disminuido significativamente.
La Municipalidad de Rosario, al igual que innumerables ciudades de todo el mundo, elaboró un catálogo con aproximadamente 1.300 inmuebles que, por naturaleza, es subjetivo como la arquitectura misma. Esto último no es peyorativo, es real: lo que para un arquitecto tiene valor para otro tal vez no, por lo cual no se plantea un desacuerdo con el listado sino con las consecuencias negativas que la aplicación de la norma desprende.
El primer dato controvertido es que la ordenanza carece de perpetuidad, ya que en cualquier momento el listado o el contenido normativo (como ya ha ocurrido) puede ser modificado en todo o en parte, o incluso derogado.
El concepto de imperpetuidad es lo que convierte a la norma en perversa, ya que lo que para algunos funcionarios hoy es de valor patrimonial, para otros (o tal vez los mismos, como también ha ocurrido) más adelante deje de serlo. En consecuencia, lo que hoy vale mañana no, y viceversa.
Pero más allá de la realidad y la subjetividad con la que el municipio se maneja, el concepto de "Valor Histórico Patrimonial Arquitectónico" se esgrime como de dominio colectivo, por el cual esos inmuebles y su destino son del conjunto de la sociedad y por lo tanto de todos. Pero claro, si bien todos disfrutamos de sus beneficios culturales, el mantenimiento del inmueble y el menosprecio económico que le otorga su catalogación son de exclusivo cargo y perjuicio del propietario.
Entiendo por supuesto que la identidad urbanística y cultural de una ciudad se basa fundamentalmente en su conformación y transformación física a lo largo de su historia, y que la misma debe exhibirse y conservarse. Pero la pregunta es cuántos inmuebles debemos mantener para mostrar una determinada expresión arquitectónica que represente un momento de nuestro derrotero y si, en consecuencia, podemos perjudicar a un vecino sin resarcirlo por el menosprecio económico que le ocasiona la apropiación colectiva de su inmueble y la interferencia sobre la propiedad privada.
Podrán decir que cada obra arquitectónica es única y, salvo que se copie, irrepetible. Es cierto, pero si estamos hablando de patrimonio histórico de la ciudad, en el cual queda de manifiesto las distintas expresiones públicas y privadas que conformaron nuestra trama urbana, podemos decir que la caja de zapatos también debe preservarse aunque más no sea como muestra legitima que permita exaltar a la gran casa.
Otro dato llamativo es que por un lado nos desgarramos las vestiduras en defensa de la buena arquitectura del pasado, pero por otro no hacemos nada por la buena arquitectura del futuro. No hay concursos, ni premios, ni incentivos del ámbito público municipal que alienten a los profesionales a producir proyectos que puedan incorporarse al legado patrimonial. Incluso existen innumerables edificios premiados académicamente, contemporáneos y de ejecución reciente, que merecerían estar en ese catálogo y no lo están, como si el patrimonio cultural tuviera que cumplir años.
Tampoco existe un criterio orgánico que valorice proyectos superadores, que puedan legítimamente justificar el reemplazo de un inmueble catalogado sin pasar por pedidos y convenios de excepción también arbitrarios, cuya suerte siempre va a depender de la conformación política de turno.
Debería existir una instancia en la cual, ante el requerimiento de un propietario, el municipio acompañe al mismo en el proceso de toma de decisiones en cuanto al cambio de destino que quiera realizar. Y si en ese proceso se considera que el inmueble es patrimonialmente imprescindible para la ciudad, debería adquirirlo a valor de mercado para el patrimonio y goce público.
Si no tenemos en cuenta estos interrogantes y apreciaciones, estaremos dando un mensaje cuanto menos contradictorio. Y si no, volvamos brevemente al inicio. Cuarenta años atrás dos personas compran en una misma cuadra una casa cada uno. Uno adquiere la caja de zapatos menospreciando la arquitectura como valor agregado estético y sin ningún aporte al embellecimiento del vecindario. El otro valora el trabajo profesional de un arquitecto que estudió la forma y su comportamiento funcional para otorgarle al inmueble carácter estético para el beneficio individual, pero también aportando al conjunto de su comunidad. El resultado final de la historia es cuando menos desalentador y cargado de una gran injusticia. Uno vendió la caja de zapatos y se fue de veraneo al Caribe y el otro, si logra que alguien se la compre obviamente en un valor infinitamente menor, está claro que al Caribe no se irá. Y, además, su vejez será muy diferente a la del veraneante.
En el mientras tanto un grupo de funcionarios de turno discute si una casa es de todos sin importarles en lo más mínimo la opinión de los propietarios, sin atender que aunque más no sea temporalmente, alguien quiso por unos años darle a su comunidad buena arquitectura y que hoy, legítimamente, quiere usufructuarla en su máxima expresión económica y no puede hacerlo: una decisión también temporal y evidentemente arbitraria se lo impide. No se dan cuenta, o no quieren, que un inmueble se modifica o se demuele para reemplazarlo por otro, que tal vez, si el municipio quisiera, podría ser igual o incluso superior en el aporte cultural.
Creo en la preservación del Patrimonio Histórico Arquitectónico y Urbanístico de una ciudad, siempre y cuando no interfiera con los derechos individuales sobre la propiedad privada ni atente con la arquitectura del futuro, que dicho sea de paso también es patrimonial.
Agapito Blanco
Corredor inmobiliario y constructor