Me despierto a las 7, bajo a prepararme el desayuno y pongo una vieja radio Philco que parece no funcionar. Es el cable que nunca hace contacto, lo muevo pero no pasa nada. Lleno de agua la cafetera eléctrica que no se enciende. Me lleva un tiempo darme cuenta de que no hay luz. Me ocurre siempre, cuando hay un corte no caigo enseguida. Agarro un filtro de paño y me hago el café, salgo al patio y me pongo a leer noticias con el teléfono: dice que habrá cortes rotativos de no más de tres horas. Ya son pasadas las ocho.
Me suena el teléfono, son los del laboratorio que vienen a hisoparme. Dice una administrativa que están en la puerta pero que no escucho el timbre. Es que no hay luz, le digo, ahí salgo. La médica tiene un traje lunar y una especie de escafandra de plástico. Me revuelve el cerebro con el hisopo plástico, me dice que es un segundo pero dura un siglo. Le pido a la vecina si me puede comprar unas verduras y unas frutas, no puedo salir porque tengo síntomas.
Es mediodía, la luz ya tendría que haber venido, dijeron tres horas. Miro las suculentas en el patio y pienso que el sol pleno las va a calcinar, corro de lugar todas las macetas a la sombra, hay 37 grados. Queda una línea de tierra reseca donde estaban las macetas que me recuerda no sé por qué a "Cien años de soledad", al coronel Gerineldo Márquez y las nubes de polvo en el Mompox, es el calor y probablemente este dolor de cabeza y de garganta que producen asociaciones extrañas en mi mente.
Avanza la tarde y la luz no regresa, uno no sabe si es mejor abrir las ventanas y tragarse el aire calcinado del exterior o cerrar todo y morir de asfixia en alguna habitación interna. Me meto debajo de la ducha para descubrir que el agua fría sale caliente. También me produce un desvarío algo fugaz. ¿Habré abierto la canilla adecuada?, me pregunto. Pero sí, porque pese a que el calefón está apagado la de la caliente sale para pelar pavos.
Vuelvo a pensar en Gerineldo Márquez, que muere de viejo esperando una pensión vitalicia que nunca llegó, me pregunto por qué dicen que la luz vuelve a las tres horas. Sería mejor no infundir esperanzas. Cuando pasan las tres horas uno estima que será cuestión de un rato corto para que vuelva, digamos diez minutos, quince a lo sumo, las autoridades saben lo que informan. Pero cada postergación es como la zanahoria del burro, está ahí nomás pero no se alcanza, es un poco desesperante. Uno igual trata de consolarse, sabe bien que en este mundo hay dramas peores.
Son las seis de la tarde, ya no queda agua fría y los duraznos y manzanas de la heladera están al natural, lo que es decir calientes como para la guarnición de un plato agridulce. Encima este dolor de garganta. A propósito, veamos el mail, a ver si mandaron el resultado del PCR. Sí, acá está: positivo. Bueno, era lógico, yo con estos síntomas y a mi mujer ya le confirmaron el domingo que tiene Covid, por suerte las dos dosis de vacunas hacen que el malestar sea manejable.
Me tiro en las baldosas del patio, por un momento encuentro algún alivio y se ve que me adormezco. Cuando me despierto hay menos luz, preparo una ensalada con todo lo que tengo, busco velas, hay dos de antiguos cumpleaños. Mis vecinos del pasillo empiezan a huir a destinos con aire acondicionado. Pero no hay muchos anfitriones deseosos de darle un poco de aire fresco a personas infectadas, es lógico, además tampoco se me ocurriría salir, me funciona la conciencia cívica y soy hijo del rigor.
Comemos a oscuras, sin hablar. Los recuerdos siguen retumbando como pasos de elefante. Ahora me acuerdo de los cortes de luz rotativos del gobierno de Alfonsín, en el 89, qué calor ese enero, ocho a diez horas diarias, una crisis energética general en todo el país, encima en Rosario estalló la usina Sorrento. Unos días después fue el asalto de los restos del ERP al Cuartel de La Tablada, qué exterminio, qué calor de pesadilla.
Me meto en la ducha cada dos horas. Descubrí que abriendo la caliente los primeros 45 segundos el chorro es algo fresco. Hago contorsiones abajo del chorro, como si tuviera hormigas, y cuando el agua se calienta salgo y me tiro en la cama con la ventana abierta. Ya es de noche. Hay un pino de treinta metros al lado de la medianera que está inmóvil como un riel.
No conté que tengo a Ulises, que justo ayer cumplió siete meses. Es un bebé muy tranquilo pero la pediatra dice que es cantado que se contagió, que esa es la explicación de su fiebre continua de dos días, hay que bañarlo y darle antitérmico. Está lloroso, se quiere dormir, lo que en general es un trámite que lleva menos de cinco minutos de brazos. Pero ahora está colorado como el culo de un mandril, lo único que me queda es sacarlo al balcón y caminar con él. Es obvio que tiene sueño.
Del otro lado de la medianera mi vecina me mira y hace silencio. El bochorno y la fiebre no se la ponen fácil al bebé, que rezonga triste, casi sin fuerzas. Me cuesta moverlo, me duele todo, no soy lo que se dice un tipo de gran estampa física, peso setenta kilos, el nene ya pesa diez y moverlo de un lado a otro en el balcón es como cargar un lobo marino. Al final se duerme, mi vecina me mira con una piedad infinita, parece muy contenta de mi logro. Con el brazo acalambrado lo meto al pibe en la practicuna empapado como si viniera de un baño turco para recién nacidos. Me pongo debajo de la ducha otros 45 segundos y mojado como Michael Phelps me tiro en la cama.
No puedo pegar un ojo. Las dos velas de cumpleaños que encontré se consumieron hace rato y me queda tres por ciento de carga en el celular. Son las 11.22 de la noche. Con todas las terminales del sistema nervioso en default mi instinto me empuja de nuevo a las baldosas del patio. Antes abro la heladera. Es como si me recibieran con todo su hálito memorable el espíritu del caballo que le apretó la pierna a San Martín y todos los héroes caídos en el Campo de la Gloria. Justo había hecho una compra grande el domingo. Pienso que en una de esas un pan de manteca puede haberse salvado.
Con ese perfume a morgue me tiro finalmente en las baldosas boca arriba. Hay una estrella potente al costado del pino y ante la ausencia total de viento le imploro al Universo que ese astro genere una amplitud de onda que mueva las ramas del árbol. Pasadas 18 horas de corte ya ni pienso en que vuelva la luz a la manzana de Zeballos y Pueyrredón, lo único que quiero es ese mínimo consuelo de una brisa momentánea que venga desde el amanecer cósmico. Y me parece que no alucino, que de alguna inefable manera las galaxias lejanas atienden mi pedido, tengo la impresión de que una rama del pino parece menearse. Cada quince minutos, más o menos.