Silencio, por favor
El Imperio Bizantino —el Imperio Romano de Oriente, mejor— pudo haber sido lo más importante que le haya pasado a la humanidad en toda su historia: lo más truculento, sin duda, pero también lo más sabio, lo más inteligente, lo más perverso, lo más humano que nos tocó en suerte y en desgracia en este planeta que visto desde Saturno, así a lo lejos, como quien no quiere la cosa, es solo un punto azul y perdido en el espacio.
20 de octubre 2017 · 00:00hs
El Imperio Bizantino —el Imperio Romano de Oriente, mejor— pudo haber sido lo más importante que le haya pasado a la humanidad en toda su historia: lo más truculento, sin duda, pero también lo más sabio, lo más inteligente, lo más perverso, lo más humano que nos tocó en suerte y en desgracia en este planeta que visto desde Saturno, así a lo lejos, como quien no quiere la cosa, es solo un punto azul y perdido en el espacio.
Los bizantinos tenían el arma letal del ‘fuego griego', una fusión de nitrógeno, azufre y salitre que ponían en una bomba que al caer en el mar hacía que el agua ardiera, nada menos. Tenían también la venerable costumbre de quitarles el ojo o la nariz, con un punzón ardiente, a los funcionarios desleales y corruptos, cuando no les cortaban de una vez, a los hombres, lo que don Andrés Bello llamó "el asta viril".
Pero lo mejor que tenían los bizantinos no era el derecho ni la fe ni la filosofía ni los mosaicos ni la teología ni la pasión por hablar de todo a la vez (eran una red social), sino algo muchísimo más importante, una figura y un cargo y un honor que hoy hace mucha falta en todas partes. Me refiero al ‘silenciario', el encargado en el palacio imperial y en la ciudad de que hubiera silencio, de que no hubiera ruido.
Una empresa y una misión que hoy serían imposibles, pues quizás ese es el gran invento del mundo moderno: el ruido, su presencia invasiva y constante, su compañía a toda hora y en todo momento, sin que podamos ni siquiera distinguirlo ya, así de incorporado lo tenemos en nuestra vida, así de voraz es su sombra que llega a todo resquicio, que se mete en todos los rincones. Una banda sonora atroz e inevitable.
Un amigo mío muy querido y muy viejo se jubiló hace muchos años y a los tres días ya había aceptado ser el presidente de alguna academia literaria o algo así, el hecho es que tenía que ir todos los días y trabajar, seguir trabajando. Alguien sí le preguntó que por qué lo hacía, por qué no se retiraba ahora que podía, por qué no se quedaba en su casa. Solo contestó: "Ustedes no saben cómo suena una aspiradora al mediodía".
Hoy lo sabemos bien: conocemos ese ruido y todos los demás que nos torturan, el de la licuadora, el del televisor o la radio allí donde vayamos, el de los gritos por la calle, el del periodista que cree que tiene que llenar un espacio, decir algo, y entonces habla y habla y habla sin parar, hasta que las palabras se van quedando vacías, como si fueran de arena.
Mike Goldsmith, un gran científico inglés, escribió un libro bellísimo, Discorde, que es una historia y una definición del ruido, el relato de cómo el mundo permitió que su vida fuera una incurable polución auditiva, una caja de música descompuesta. "La historia del ruido no es tan fácil como suena", dice Goldsmith, y recordé la frase de Benedetto Croce: "Es el que nos quita la soledad pero sin darnos compañía".
Eso mismo logra el ruido: acabar con el silencio, semejante tesoro, sin reemplazarlo por algo mejor; sin añadirle nada digno o más hermoso. Como lo pedía el silenciario de Bizancio, el silencio también es una opción. Pero ya vengo: acaba de sonar el timbre, ya voy.
Juan Esteban Constaín
El Tiempo (Colombia)