Sexagenario
La Spuntnik V se convirtió en la piedra filosofal de los que sueñan con el fin de la pandemia. Vacunarse es una experiencia religiosa cargada de esperanza y suspicacia
Desde que se anunció, con bombos y platillos, el comienzo de la vacunación para los mayores de 60, vivió pendiente del celular, más que nunca, más que cuando hace un match en Tinder, apurado manda un mensajito y se queda esperando la respuesta con la nariz pegada a la pantalla, como si eso acelerará los tiempos y no es así. Para nada. Cada notificación lo llenó de esperanzas y, al ver que no era lo que esperaba, se hundió en la ciénaga de la depresión. Como buen argento es ciclotímico, un día campeón mundial y otro el último orejón del tarro. Up and down. Más en estos tiempos de incertidumbre extrema, que con tanto conteo de contagios, de muertos de vacunados, terminás con la cabeza llena de números y el corazón a los saltos. Puede pasar cualquier cosa, como siempre, lo imposible, con el incesante bombardeo de noticias y las balas pegando cada vez más cerca, es hacerse el distraído. Los padecimientos de hoy son más o menos los mismos que los de ayer, los de anteayer, los de hace mil años, son los mismos que fogonearon filosofías y religiones, apologias y rechazos, héroes y tumbas, lo que pasa es que la pandemia los puso en blanco sobre negro y así las cosas no queda otra que salirle al toro.
La paciencia no es un don que le haya dado Dios. Su cabeza, cada pequeña neurona de su cerebro, no para de gritar “no sé lo que quiero, pero lo quiero ya”. Como Luca, rapado a cero, sacudiéndose como si hubiera metido los dedos en el enchufe, mientras todo a su alrededor los Sumo, que eran los Divididos y Las Pelotas también, estremecían la primavera democrática en el escenario del viejo y querido El Elefante Blanco. Así fue como cada día, cada noche, desde que se enteró que la vieja guardia de El Cairo, los galanes de la mesa del Negro Fontanarrosa, ya habían recibido la primea dosis de la Sputnik V, cada mañana, cada tarde, chequeó el mail, y eso que siempre le había tenido un cierto recelo: los correos son, fueron y serán sinónimo de trabajo y si podía les escapaba. Lógicamente, la ley de Murphy se cumplió: el único día que por una cosa o por otra se olvidó de mirar la bandeja de entrada, ¡zas!, llegó. Decí que los cumpas del colegio, los muchachos de la generación dorada, ni bien recibieron el turno, lo compartieron en el grupo de WhatsApp. Desesperado volvió a buscar y, gracias al cielo, ahí estaba el esperadísimo correo con el asunto “Confirmación de turno vacunación Covid”. Cortito y al pie.
Tenía que ir al día siguiente, a media mañana, a la Rural. Pidió permiso en el trabajo y se plantó enfrente el ropero a ver qué se iba a poner, revolvió un poco entre las camisas y encontró una planchada, separó un suéter y unos jeans limpios y planchados, y, lo más importante, que sean más o menos de este siglo, esos que los outlets en EEUU llaman “skinny” y acá, cuando la pilcha –el “outfit”– tenía razón de ser, les decían “bombilla” y ahora “chupines”. Si hay miseria que no se note, era la fase de cabecera del tío Oscar y de eso sabía y mucho: arrancó como valijero de una textil porteña que vendía vaqueros y terminó al volante de un último modelo alemán, una nave espacial que hubiera sido la envidia del mismísimo Elon Musk. Se lookeó como si fuera viernes y la muchachada lo esperara en Luna, separó la plata para el taxi y puso el despertador, no fuera cosa de que justo ese día, él que siempre fue el que despertó al gallo, se quedara dormido.
Llegó al vacunatorio mucho antes de la hora señalada, entregó el DNI, algo que nunca hace y que le costó más de un entredicho con la policía, dejó que le pusieran en la muñeca la cinta azul con la leyenda “Santa Fe vacuna” y entró en fila india al galpón donde alguna vez fue con la escuela a ver vacas y gallinas y quedó maravillado, era chico, rosarino hasta la médula, así que lo más parecido que había visto a un ave de corral eran los patos del laguito del parque Independencia. Se sentó en una silla de plástico negra, igual a la que partió al medio en la casa de su suegra en su primera Navidad con la familia política, y lo hizo con mucho cuidado, temió caer sentado en el piso como aquella vez. Más vale prevenir que curar. Esperó en silencio, doble barbijo tapándole la cara, cara de circunstancia. Recién entonces se animó a mirar. Fue un deja vu, aquí y allá había caras conocidas, que había visto alguna vez pero que no recordaba cuándo ni dónde; por un momento se sintió en la cola para entrar a Contrabando a los empujones y haciendo fuerza para no escorar en la bajada Sargento Cabral.
Trató de pasar inadvertido, temeroso de que alguien se animara a decirle una verdad dolorosa, para eso estaba su madre y no un ilustre desconocido con el que, por obra y gracia del azar del Ministerio de Salud, quedás cara a cara el día que te toca la primera dosis. Sí, la cuarentena hizo estragos en su figura, ya no lucía con el jovencito perfecto, hermoso, veloz, luminoso que la rompía en las pistas dell Bucanero, Alcalá, Silent y no quería por nada del mundo que se lo dijeran y menos a boca de jarro mientras esperaba el pinchazo salvador que le hiciera olvidar, al menos por un rato, el triste destino de ser humano.
Le pareció ver de lejos a uno de sus compañeros de secundaria, pero con el barbijo y los años se confundió y se quedó pagando con el saludo. Al que sí reconoció fue a Mario Piazza, el director de “La escuela de la señorita Olga”, que fue acompañado por su hija, camisa de jean negra y un pañuelo atado al cuello muy Leonardo Favio Style. Se sacó fotos, pero no hizo la “V” de la victoria. Susana, la enfermera que pasaba con un carrito repartiendo felicidad, preguntó quién era y un susurro casi inaudible le reveló: “Una celebridad local”, a lo que ella respondió con un guiño: “Vinieron varias, pero la verdad en la tele parecen más jóvenes…”
Se sacó el suéter, se subió la manga de la camisa y recibió la inyección con la mansedumbre con que lo hacía cuando iba al hospital de la mano de su mamá a ponerse la BCG. Recibió el carné de vacunación y salió al parque, Oroño era un hervidero, los recién vacunados iban de acá para allá felices como chicos con juguete nuevo. Miró a la vereda de enfrente, a donde estaba el parque de diversiones, y se dio cuenta que extrañaba al Gusano Loco, también al Flaco. Que aunque lo fuercen nunca va a decir que todo el tiempo pasado fue mejor, mañana es mejor.