"El interés de la verdad, si bien en general debiera ser el único motivo para afirmar la tesis probablemente justa, cede terreno al interés de la vanidad: lo verdadero debe parecer falso y lo falso verdadero." Arthur Schopnehauer escribió hacia 1830 un texto que debería ser leído de forma obligatorio por los que hoy están en el debate público: "El arte de tener siempre razón". En él describe la falsedad de ciertas discusiones que parecen enriquecer las ideas y sostiene que en realidad se habla para tener razón y no para descubrir una nueva idea cercana a la verdad. Es más: propone una serie de reglas para enseñar al que debate a ganar la contienda, siempre, sin importar si dice algo parecido a la realidad.
El arte de Schopenhauer parece de aplicación expresa en estos tiempos argentinos. Quizá el proyecto de legalización del aborto sea la expresión más cabal. Pero la economía, la política y la convivencia cotidiana están sometidas a esta perversa forma de apariencia de debate que en realidad esconde un oscuro deseo de imponer las ideas a como dé lugar.
Tres hecho distintos, de diversa magnitud, pero unidos por una misma mirada de pregunta surgieron esta semana. No son iguales, por las dudas. En estos tiempos de ruidos verbal sin más fin que gritar fuerte, parece que todo hay que aclararlo. Una institución fue amenazada que para que desista de invitar a una charla a una escritora por su posición pro legalización del aborto. Un rector de una universidad pública pidió no tener en cuenta la opinión de una actriz por ser travesti. Y, por fin, un jefe de Estado consagró su gestión a un símbolo religioso.
Claudia Piñeiro es una gran escritora nacional. Desde su explosión con "Las viudas de los jueves" no dejó de sorprender con sus textos. Con la arbitrariedad del gusto personal, podría decirse que "Elena sabe" y "Una suerte pequeña" la ubican sin discusión entre las grandes novelistas de estos tiempos. La Fundación Osde la invitó para el próximo 23 de agosto a participar de una charla con el escritor Leonardo Padura. Primero por redes sociales, luego de forma directa a la fundación, un grupo nutrido de autodenominados defensores de "las dos vidas" presionó públicamente y en la misma institución para que se evite llevar a una "abortera que, si sale la ley, hará que Osde pague el aumentazo en los costos de sus afiliados". Eso dice una nota que se recibió en la Fundación. Textual. Parecido en las redes.
Es cierto que la prepaga y la editorial organizadora repudiaron el hecho y aseguraron que la conferencia se realizará. También es cierto que las instituciones que reclaman el respeto de los derechos (en este caso de la persona por nacer) no repudiaron el intento de censura, no se solidarizaron con la escritora ni, mucho menos, dijeron que eso era una expresión fascista.
Florencia de la V es una persona transgénero reconocida por la ley como tal y protegida por el estado de derecho. El vice rector de la Universidad nacional de la Rioja, José Gaspanello, dijo de ella: "Los científicos que dedican su vida a la ciencia dicen que la vida comienza en la concepción. Y este hombre vestido de mujer dice que no hay vida en la concepción", publicando además en su red social la foto de ella con un pañuelo verde. Es verdad que Gaspanello pidió luego disculpas y ratificó, con todo derecho, su posición anti ley de aborto. Pero tampoco hubo repudio público de instituciones religiosas o laicas que reclaman el derecho a la libre expresión o del respeto de las "dos vidas".
Por fin, el 9 de julio pasado, Horacio Rodríguez Larreta participó de la misa de la fecha patria y dijo en ese acto: "Quiero presentarme ante Dios como jefe de Gobierno, consagrando mi vida, mi gestión y la Ciudad de Buenos Aires al cuidado del Sagrado Corazón de Jesús". La ciudad autónoma capital del país reside en un país organizado bajo las normas de una república laica. Buenos Aires es una ciudad laica. Nadie puede reclamar si en sus prácticas privadas su jefe de gobierno consagra su vida personal a una religión. Pero ofrendar su gestión y toda la ciudad, laica, se insiste, al sagrado corazón o al culto que sea, es inaceptable. Sólo se recuerda un antecedente semejante cuando una diputada (a la sazón, la hermana del vicepresidente de la nación de entonces Víctor Martínez) ofrendó su banca a la Virgen María cuando se votaba la ley de divorcio y cuando Elisa Carrió entronizó en su pupitre de legisladora nacional la imagen del Santísimo Sacramento. Gestos propios de una teocracia.
Siento una especial admiración por quienes tienen fe. Si se me permite la metáfora (porque lo es) siento algo parecido a la envidia por aquel que puede aferrarse a un noble sentimiento de elevación humana para explicar la vida, comprender la injusticia y creer en la transcendencia. A muchos, no nos pasa. A muchos, nos gustaría que nos ocurriera. A tantos más les pasa distinto que a Rodríguez Larreta por haber encontrado el camino en el judaísmo, en el Islam o en el hinduismo. Invocar una creencia personal, asumir un cargo público para involucrar creencias privadas en el accionar público de quien piensa como uno o distinto, es inexplicable. Es querer tener razón a como dé lugar.
Alguien puede objetar que estos tres ejemplos, bien distintos, de grados, claros y opacidades distintas, no se relacionan. Y uno cree que sí. Como primera medida por el grado de intolerancia. Censurando a una escritora, discriminando a una persona trans, imponiendo reglas privadas a una comunidad. Vistas en conjunto, esas cosas parecen marcar el signo de un tiempo. De retroceso en el tiempo. Quizá el debate de la ley de aborto deje como principal enseñanza cómo se exterioriza el grado aún virulento de desprecio por la generosa búsqueda de la razón taponado por la flagrante convicción de que soy yo el que dicta las normas y no la constitución de ley que prevé la no censura, la no discriminación y la no imposición de los dogmas de fe en la vida civil.
Sin dudas, expone mucho de lo que no se dice. Aun más sonoramente que lo se sí se dice. Todavía resuenan las palabras de los que con ira (sin ira, es inexplicable decirlo) trajeron al debate de la ley el recuerdo del nazismo con guante blanco. Fuerte, en voz alta, para que se escuche. De ahí mismo, de esos hombres y mujeres, no vino una sola palabra de repudio a estos tres hechos que aquí se relatan. Y si se invoca que faltan también repudios de los denostados por posturas propias, vale la pena recordar que el maestro Schopenhauer creía que el error de argumentación ajeno no valida el propio. O, mejor: la ausencia de repudio al agravio ajeno no habilita el agravio propio. Salvo que solo se busque tener razón. A cómo de lugar. Aún con injusticia.