Dicen que cuando uno se va acercando a la muerte empieza a mirar mucho para atrás. Dicen que cuando el adiós parece inminente los recuerdos de la niñez, de la infancia, de la familia que ya no está empiezan a aflorar con una fuerza atronadora. Y Diego Armando Maradona venía dando esas señales. El guión estaba (parece) increíblemente escrito. Porque hace algo más de un año, cuando lo contrató como DT, Gimnasia de la Plata no estaba solamente dándole al Diez la posibilidad de volver a dirigir en la Argentina sino que le estaba dando la posibilidad de despedirse, fecha a fecha de su país, de su gente. El campeonato que Diego hizo con el Lobo en verdad fue un peregrinaje hermoso que hoy cobra aún más sentido y justificación.
Fue en septiembre de 2019 cuando el mundo se hizo eco de la vuelta de Maradona al fútbol argentino, uno de los días más emocionantes de los últimos que pudo haber dado el deporte más popular de todos. Él, conmocionado porque ese llamado le significó una muestra de amor que venía esperando, se impregnó de sangre tripera a modo de agradecimiento eterno. Diego volvió a sentir “el perfume del césped”, ese que tanto lo energizó. Y a la vez recobró vida en ese lugar que lo hizo tan feliz, la cancha. Es cierto que nunca se vio que Diego estuviera pleno. ¿Pero quién puede estar pleno después de haber vivido infinitas vidas en una sola?
Ser DT de Gimnasia le permitió empezar a darle rienda suelta a un guión que, como siempre, lo iba a tener como protagonista. Así, en cada fecha, cada estadio al que llegó Maradona se convirtió en un templo sagrado, con veneraciones de todo tipo, con ovaciones interminables, con regalos y saludos. Y con amor, mucho amor.
A cada paso (lento ya) se lo vio a él compungido hasta las lágrimas. Allí donde las estridencias fueron mayores porque por alguna razón el vínculo con él fue más grande pero también en aquellas que lo homenajearon de manera más simple. Incluso fue reconocido constantemente cuando era local: porque los hinchas de GELP rindieron pleitesía permanente y porque prácticamente no hubo jugador rival o entrenador que visitase el Bosque y no sucumbiera al encanto de tenerlo enfrente, a la emoción de agradecerle.
Diego peregrinó por el país, miró infinitas veces al cielo, pensó en su Doña Tota y en su papá. Por todo les agradecía. Lo hizo una y otra vez. Cuando estuvo en el Coloso del Parque, en su última visita a Newell’s, uno de los tres clubes argentinos que pueden enorgullecerse de haberlo visto vestir sus colores, dijo que en el medio de todo ese reconocimiento vio a su mamá. Que ella le permitía vivir lo que estaba viviendo. Volvía a su infancia, otra vez, como si ya estuviera cansado de ser Maradona, con las ansias de recuperar al Pelusa y abrazar a la vieja.
El Diez peregrinó durante un año. Peregrinó y respiró amor. Quizás no sabía que estaba peregrinando, pero se estaba despidiendo. Y merecía despedirse así, en el césped, en la cancha. En todas las canchas. Peregrinó durante un año como hoy peregrinan los que lo amaron sin tapujos, los que esperaron horas para pasar por delante de su féretro en Casa Rosada para darle el último adiós en fracciones de segundo y como peregrinan delante de las imágenes tantos miles en todos los rincones del mundo que aún no pueden creer la noticia. Diego peregrinó y se despidió. Aunque nadie quería que eso pasase. Porque estaba claro, ya iba acercándose a otro lugar.