Peleas callejeras, insultos al volante, reclamos entre vecinos, disputas sin sentido pueden derivar en desastres interpersonales graves o violentos vandalismos. En el ámbito social nos encontramos, por ejemplo, con un espectáculo de fútbol que de repente termina siendo una batalla campal. En el ámbito privado, una vana discusión puede terminar con una relación, un sentimiento de indignación puede nublar la razón. Y cuando eso sucede, ya no podemos pensar con claridad. Presos de la tormenta emocional que se agita en el interior, estamos "secuestrados" por la ira y no medimos las consecuencias de nuestros actos y arrebatos. El estrés emocional anula nuestra capacidad de anticipar y reflexionar.
No hablo aquí de psicópatas asesinos, delincuentes de oficio ni maltratadores compulsivos. Hablo del "buen tipo" que se baja del auto y dispara un tiro, del adolescente que da una feroz paliza por una gastada, de la mujer calma que en un acto de desesperación se inmola sin buscar otra opción. Cuando volvemos la mirada hacia atrás y no nos podemos explicar las consecuencias de nuestro accionar, es porque actuamos presos de nuestra "ceguera emocional".
¿Qué sucede en la mente de una persona normal que en determinadas ocasiones obra sin poder "pensar"?
Tenemos un cerebro emocional y un cerebro racional. El primero lo compartimos con los animales mamíferos no humanos, el segundo es una adquisición de la especie humana pero evolutivamente muy "joven" en comparación con el cerebro emocional que lleva millones de años gobernando nuestro accionar. En estado normal, ambos trabajan en equipo para poder responder al ambiente de manera armónica y equilibrada.
Sin embargo, cuando nos sentimos amenazados física o simbólicamente (en nuestra autoestima o dignidad) se dispara una emoción que si no es bien gestionada, va ascendiendo en una escala de intensidad que cuando toca su punto máximo nubla nuestra capacidad de reflexionar. Es decir, el cerebro emocional bloquea al cerebro racional (nuestra parte "civilizada") y podemos obrar de las maneras más salvajes y primitivas.
El enojo se convierte en bronca, la bronca en furia y la furia en ira. Cuando nos sentimos injustamente tratados, insultados, maltratados o frustrados nuestro cerebro emocional, a través de la amígdala segrega enormes cantidades de adrenalina, noradrenalina y cortisol para preparar a nuestro organismo para dos cursos de acción: ataque o escape. En cuestión de segundos el asfalto se convierte jungla y en la lucha por sobrevivir solo deseamos que el "depredador" deje de existir.
Arrebatados por el miedo, capturados por la emoción, obramos sin razón. La violencia social con la que convivimos pone en evidencia que estamos sometidos a un estrés emocional que en muchas ocasiones nos conduce a un obrar irracional. Si sabemos cómo funciona nuestro cerebro podemos anticiparnos y cuidarnos a "nosotros" de nosotros mismos y a los "otros" de nuestros impulsos más primitivos.
Cuando estamos en la cúspide de la ira ya no hay demasiadas medidas preventivas. Lo inteligente es aprender a frenar antes de ser presos del desenfreno emocional. Sin embargo, hay consideraciones que se pueden tener para no lamenta de las consecuencias.
• Sacar de la "vista" el estímulo ofensivo que gatilla la emoción. De lo contrario reforzará el sentimiento de indignación.
• No tomar decisiones importantes en momentos de ebullición emocional. El cuerpo "embriagado" de catecolaminas no permite hacer apreciaciones lúcidas.
• No es recomendable ponerse a "pensar" y reflexionar sobre lo acontecido, solo aparecerán más motivos que justifiquen y refuercen ese estado emocional. La mejor opción es la distracción (leer, mirar televisión). Esto no es "evasión" sino postergar la reflexión para cuando la mente no esté secuestrada por la emoción.
• El factor "tiempo" es fundamental. Ayuda a "refrigerar" lo que de caliente quema. Esto explica por qué lo que hoy desespera mañana adquiere otra dimensión.
• Poner el cuerpo en movimiento. La actividad física ayuda a liberar las sustancias que preparan para la "acción". A su vez, la liberación de endorfinas ayuda a mirar lo mismo desde otra perspectiva.
Domesticar lo salvaje nos vuelve adultos emocionales. En un contexto social que invita a la violencia y desafía nuestra tolerancia a la frustración, de cada uno dependerá la audacia para navegar en la marea emocional sin naufragar
Todos somos vulnerables. Un segundo de ira puede cambiarnos la vida, un impulso irrefrenable puede costar el patrimonio, una cólera embravecida puede generar una tragedia afectiva.
Aprender a gestionar las emociones a tiempo previene de no lamentarnos de las propias reacciones irrefrenables. Serenarnos, calmarnos, reconocer debilidades temperamentales ayuda a preservar la integridad propia y la de los demás. Es un deber y una responsabilidad.