El chacal de Nahueltoro, película del director chileno Miguel Littin, marcó a fuego los debates del cine social latinoamericano de los años 70. Es la historia real de un campesino alcohólico y analfabeto que asesina a su mujer y a los seis hijos de ella. Tras su encarcelamiento este infeliz aprende a leer y escribir en prision, deja el alcohol, adquiere el oficio de construir guitarras y se arrepiente genuinamente de lo que hizo. Pero el juicio por su tremendo acto ha llegado a la única resolución prevista que es la pena capital. Por lo que un día lo ejecutan. Pero cuando lo ve frente al pelotón el espectador sabe que el hombre al que le quitarán la vida es un ser transformado. Una persona muy distinta de aquella que cometió sus delitos.
En numerosos foros la película sirvió para lanzar preguntas. ¿Cuál debe ser el sentido del castigo? La principal es si lo más importante es imponer la mayor severidad al que rompió la norma o buscar que con la pena el daño inferido sea reparado.
Este debate queda actualizado frente a las brutales expresiones xenófobas, machistas y racistas de tres jugadores de Los Pumas. Que esto traiga la discusión deja a quien la propone en lugar sospechable. ¿Por qué justo considerar esto con transgresiones cometidas por personas de clase acomodada y no hacerlo cuando el sistema de sanciones recae en forma abrumadora y diaria sobre personas que no tienen dónde caerse muertas?
Una respuesta posible es porque el ejemplo particular permite poner a revisar la utilidad social de toda una cultura que vive del clamor punitivo. Las expresiones de odio de Pablo Matera, Guido Petti y Santiago Socino no son una invención propia sino el reflejo, a través de ellos, de una pesada construcción social e histórica. Manifestaciones sucedáneas en la Semana Trágica de 1919, en los bombardeos del 55 en Plaza de Mayo o con la Triple A en los 70 se explicitaban no solo para denigrar sino para llevar gente a la muerte. Los discursos de odio legitiman la producción de enemigos en una operación que vuelve admisible su eliminación.
Es por eso exigen el más inmediato freno de la sanción. El tema es si la sanción, que implica las dos dimensiones en su concepto, debe estar destinada a retribuir el daño o a repararlo. Y para eso es importante ver los contextos en que lo inaceptable se produce.
"Hombre boliviano porta mp3 con auriculares e Ipod. Prueba suficiente para encarcelarlo por robo y pérdida del mismo". "El odio a los bolivianos, paraguayos, etc nace de esa mucama a la que una vez se le cayó un pelo en tu comida". Esos mensajes difundió por twitter el capitán de la selección argentina de rugby. Y afortunadamente se exponen y generan la idea de lo inaceptable. Porque el efecto del reproche es imparable. El tema es noticia en la prensa deportiva de todo el mundo, sponsors de Los Pumas retiran su apoyo y la vergüenza para los autores de los dichos los acompañará de por vida.
Pero vale instalar el matiz de qué buscamos hacer cuando buscamos la sanción. Si reparar la ofensa o descargar el mayor peso punitivo. Estos atletas de elite hicieron algo intolerable. Pero no lo hicieron ahora sino en otro contexto. Fue hace ocho años, cuando tenían 18 o 19. Ya eran mayores de edad y conscientes de la jactancia de sus voces de odio. Pero no eran figuras mundiales ni tenían la experiencia que, dicen, los transformó.
Esto merece sopesarse, no solo con ellos, sino con todos cuando pedimos castigo. El justo escarnio que cubre a estos deportistas es un potente mensaje social que avisa sobre lo inaceptable. ¿Sería socialmente eficaz que a estos hombres les impidan por años o de por vida jugar en la selección? ¿O sería más útil que se les permita demostrar que eso que están diciendo, que están avergonzados por lo hecho, es auténtico? Por ejemplo haciendo campañas de concientización, a partir de su propio ejemplo, sobre el sufrimiento que produce el racismo, la misoginia, el odio.
"En el barrio de La Boca viven todos bolivianos/ que cagan en la vereda y se limpian con la mano/ Los sábados de bailanta se van a poner en pedo/ y se van de vacaciones a las playas del Riachuelo". Soy hincha de River. Me dediqué a cantar eso en las tribunas hasta los 27 o 28 años de edad cuando ya trabajaba en este diario. Lo hice para más siendo nacido y criado en La Boca y con mi mamá, mi hermano y la mayoría de mis amigos de Boca. No era apenas un acto irracional colgado de la tribuna sino que atacaba con eso a hinchas de Boca afuera de la cancha, en persona. Pasaron 25 años. Hoy no puedo creer la enfermedad hiriente de mi odio, que nunca tuvo la justa sanción que merecía. ¿Cuál debería ser hoy la sanción a ese canto del cual todas las hinchadas tienen su remedo? No para que sea testimonial y perdonavidas. Sino para que deje en evidencia, con el castigo, una marca que instale en otro lugar al que postuló el odio, un lugar que sea para la comunidad reparador y aprovechable.
Ese interrogante trasciende el caso puntual de los rugbiers. Es la pregunta de para qué castigamos. Y también de a quién estamos castigando, pasado largo tiempo, con la sanción. Que volviendo al caso es merecida largamente por el agravio. Pero no sea caso que el afán de la sanción sea lo que quede en foco y no sirva socialmente.
Jorge del Carmen Valenzuela dejó un cartel con errores antes de enfrentar en la cárcel de Chillán al pelotón de la Gendarmería de Chile. "Nunca tuve educación de naiden". A años luz en capital social y cultural, estos jugadores de Los Pumas, en lo relativo a tolerancia al diferente, da la impresión que tampoco. Pero es importante situar el acto a castigar, en todos los casos, en su contexto, y medir el castigo por su beneficio comunitario. No sea que quedemos, con la sensación de patada en los dientes de una reparación impropia. Como en El chacal de Nahueltoro.