Alberto Olmedo nació en Rosario, en el barrio de Pichincha, exactamente en calle
Tucumán a la altura del 2700. De familia humilde, tuvo que salir a trabajar desde chico, a temprana
edad. Solía transitar las calles, siempre alegre, con su canasto de reparto a cuestas, decían las
vecinas que ya no están. A pesar de ser un hincha reconocido de Rosario Central y uno de sus
emblemas, su infancia transcurrió entre las tempranas obligaciones y sus días dedicados a la
gimnasia artística en paradójicamente el club Newel´s Old Boys.
Su extensa y exitosa carrera artística se inició en humildes salas rosarinas. Mas
tarde su ímpetu y ganas de triunfar lo llevaron a Buenos Aires y allí ingresó en el viejo Canal
Siete. Fue tiracables, iluminador, cameráman y realizó todos aquellos oficios que un estudio
televisivo puede brindar. Un día casi de casualidad, saltó hacia el otro lado y se puso frente a
las cámaras, lugar del que nunca mas saldría y que le permitió inmortalizar personajes televisivos
dignos de su genialidad artística, que aún hoy perduran en la memoria de quienes tuvimos la suerte
de poder disfrutarlos.
El Capitán Piluso, infaltable en la merienda de los niños argentinos de finales de
los sesenta y principios de los setenta, Rucucu, el dictador de Costa Pobre, el Manosanta, y las
irrepetibles duplas que hizo junto a Javier Portales, el recordado Alvarez, y con Jorge Porcel con
quien filmó una veintena de taquilleras películas. Ya en los ochenta con "No toca botón" llegó a su
esplendor mediático; el programa era una exquisita entrega semanal, muestra gratis de su
desfachatez, donde hacía gala de su capacidad de improvisación y humor inigualable.
Veinte años después de su muerte terrenal, hoy la estatua que lo recuerda en la
avenida Wheelwright es un sitio que nadie que pase por el lugar deja de observar y ningún turista
resiste la tentación de sacarse una fotografía con "El Negro".
La esquina de Génova y Cordiviola de su Rosario natal lleva su nombre, hay bares
temáticos que resaltan su figura como forma de atraer clientes, Fito Páez le dedicó un tema que
suena desde hace años por diferentes radios y todavía algunos de sus programas se comercializan en
forma de CD en cada kiosco de diarios.
Si bien Alberto cuenta con el mejor de los reconocimientos, que es el afecto de su
público que no lo olvida y lo mantiene vivo, una sola cosa le faltó conseguir, en los papeles, pues
ya lo es desde hace tiempo: ser ciudadano ilustre de su querido Rosario. Cuando pregunté asombrado
acerca del motivo por el cual todos habíamos incurrido en semejante omisión, esperé vanamente
respuestas lógicas que nunca llegaron. Y quienes se animaron a esbozar alguna hipótesis, lo
hicieron refiriéndose a su presunta adicción a la cocaína y la confusa forma en que se dio su
muerte. Si esta circunstancia, enfermedad, vicio, costumbre, gusto o placer, lo privaron de este
merecido homenaje, me parece estúpido y absolutamente injusto. Ni siquiera la maldita cocaína privó
a Maradona de ser el mejor jugador del mundo, quizás de todos los tiempos. No me alcanzarían las
hojas para escribir la cantidad de artistas, intelectuales, científicos, escritores y personas de
tantas otras profesiones que utilizaron los estupefacientes para crear, desde otra perspectiva o
simplemente como método de esparcimiento de su vida privada, absolutamente personal. No creo que la
reina de Inglaterra se haya fijado en el detalle de que Mick Jagger se drogara con todo aquello que
le pasara cerca, para otorgarle un título de nobleza. Los Rolling Stones son un símbolo indeleble
del rock mundial, a pesar de que Ron Wood se cayó de la palmera y que Keith Richards no resistió la
tentación de aspirar las cenizas de su propio padre.
El presidente del país más poderoso del mundo fue alcohólico confeso, y en nuestro
país hubo un general que mandó a la guerra a miles de chicos, quizás embriagado de poder. Sin
embargo, la historia no los juzgará por sus excesos, sino por sus crímenes aberrantes cometidos en
total sobriedad.
La droga no es buena, en absoluto, es un flagelo, pero existe, y sin pretender ni
remotamente convertirme en un apologista de ella, este sencillo y merecido homenaje a Alberto
Olmedo tiene además la doble intención de indultar a quienes deciden drogarse, en pleno uso de sus
facultades. Sinceramente, no creo que por ello no deban ser merecedores de reconocimiento, por sus
otras actitudes, aquellas que hacen bien y los hacen diferentes.
Otro personaje de Rosario, el Negro Fontanarrosa, en el último Congreso de la
Lengua realizado en Rosario, se permitió la inusual idea de indultar a las malas palabras, porque
formaban parte de nuestro lenguaje cotidiano. Dios perdona, ¿por qué no deberíamos hacerlo
nosotros?
El abordaje de la temática es absolutamente distinto cuando se trata de jóvenes que
aún no han encontrado su rumbo y mucho más si deciden delinquir para solventar su consumo, o en
aquellas personas que hacen de su adicción su forma de vida: a ellos hay que rescatarlos, ayudarlos
a superar su dependiente enfermedad, en lugares adecuados, multidisciplinarios y preparados para
volverlos a una vida saludable. Después, si Alberto se balanceaba sobre la baranda del balcón del
departamento de Mar del Plata, recordando su infancia de equilibrista, o como algunos aventurados
afirman, se estiró para alcanzar la bolsita donde guardaba la "galopa", es un dato irrelevante que
a esta altura no cambia nada.
Olmedo fue una gran persona, un buen padre, amigo de sus amigos, un artista genial,
un laburante del humor, un desopilante actor popular, que nos hizo reír, como si esto fuera poco. Y
aún hoy, cuando lo recordamos, nos arranca una sonrisa. Propongo a la clase política hacer justicia
con este hijo dilecto de la ciudad, y declarar a Alberto Olmedo como ciudadano "Ilustre de
Rosario". ¿Cómo es, Alberto, volar al más allá?