Campera Uniqlo de plumas, buzo Adidas gris con las tres tiras negro azabache, zapatillas flúo Asics, las mejores para correr, aunque no planeaba ni podía correr, con los años le habían llegado los achaques, como le habían advertido sus mayores incansablemente y no lo había querido creer y ahora que, después de caminar un par de cuadras las piernas le dolían más que los recuerdos, no lo quedaba otra que asumir que estaba viejo, liquidar el ego y parar a descansar.
Adiós al orgullo, disfrazarse de runner no lo había hecho corredor y por más que se empeñara en lucir joven tenía los años que tenía y punto. Paró en la esquina a regañadientes y fingió mirar la vidriera de una dietética, aunque la verdad es que miraba sin ver, porque lo que realmente necesitaba era tomarse un respiro, poner en pausa el cuerpo, ése que alguna vez supo ser atlético y rozagante y que el tiempo inexorable había vuelto una carga pesada e inútil.
Recorrió la oferta de semillas, harinas integrales, legumbres desecadas y frutos secos que tenía ante sus ojos y le interesaban menos que el horóscopo de Ludovica. Los veganos no le despertaban ninguna confianza y ni hablar de los quemadores de grasa naturales, que lucían más truchos que el viagra vegetal que le había recomendado una médica amiga y que, después de probarlo, se convenció que debía dejar de seguir sus consejos porque no era de fiar.
Cuando sintió que podía seguir, se dio vuelta, levantó la vista y vio delante de sus narices una enorme empalizada donde se sucedían una al lado de la otra las caripelas de los ilustres desconocidos que, por obra y gracia de la ambición, las encuestas y la desesperación de los políticos, son candidatos a concejales y, hay que decirlo, lo único que tienen en común para aspirar a una banca en el Palacio Vasallo parece ser no tener ninguna experiencia en política.
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“Es lo que hay”, le decía el taxista que lo llevaba al kinesiólogo y que tenía más o menos su edad y más o menos su mismo escepticismo y le comentaba con resignación lo que decían la radio, el diario y ahora también los portales y los dos terminaban indignados, como los españoles pero acá a la vuelta, con el Monumento a la Bandera y el río marrón de fondo y el “Tema de Piluso” dando vuelta y vueltas y más vueltas en sus cabezas como un mantra asesino.
Es lo que pasa cuando la política mete la cola, las cosas no terminan bien. Y no me vengan con que la antipolítica es mala o ya se olvidaron del uno a uno, los cacerolazos y el que se vayan todos, el Rodrigazo, la tablita de Machinea y el Plan Austral, las privatizaciones, la estatización de Aerolíneas y los tarifazos, que hubo de todos los colores y para todos los gustos, igual que corridas del dólar e inflación, y al final, los platos rotos los pagan siempre los mismos.
Pensaba como su abuelo cuando él era joven, andaba por el mundo con el pelo largo, un libro bajo el brazo y la vida por delante, cuando citaba de memoria a Marx, a Freud y a Serrat y dejaba que las noches transcurrieran mansamente mientras veía la forma de arreglar el mundo en compañía de ese puñado de amigos de ayer, de hoy y de siempre que cada vez es más chico y hace tiempo perdió el entusiasmo por la revolución, el unicornio azul y la trova rosarina.
Rewind, ufa, eso también es de viejos, ya nadie espera por nada y menos para volver a escuchar una canción, eso era de radiograbadores y walkman, los TDK con cinta de metal, la música progresiva y los discos conceptuales, “Tommy” de Who, “Thick as a Brick” de Jethro Tull, “Ziggy Stardust” de Bowie y “La Biblia” de Vox Dei y mucho después “The Wall”, que logró colar “Run Like Hell” en los playlists de Silent y Contrabando cuando todo era bola de espejos y música disco.
Pero bueno, no queda otra, rewind. El dolor en las piernas, la parada técnica frente a la dietética, las caripelas de los candidatos. A sus espaldas, y es una metáfora, supo estar ella, la vieja casona que alguna vez albergó el restaurante La Chernia, el Chucho y la Cholga, donde sabía cocinar el Emilito Moya, un mago para los platos con frutos de mar, y tenía el sello inconfundible del Pipi Montserrat, acaso el más pícaro de todos los pícaros de la gastronomía rosarigasina.
Antes, mucho antes, ahí estaba el almacén La Estrella, al menos así lo recuerdan los vecinos del barrio que peinan canas, sin lentes ven menos que Mr. Magoo, les duelen las piernas cuando caminan más de la cuenta y se empecinan como todo vecino del barrio que se precia de serlo de mantener viva la memoria de lo que fue y ya no es. Vendía harina, porotos, lentejas, fideos, azúcar, por kilo, y las exhibía en una cajonera con frente de vidrio que sobrevivió al cierre del local.
Era el negocio de la familia Ustarran, que empezó el abuelo, siguió el hijo y liquidaron los hijos, todos vascos, tozudos, pero la economía, pero más que nada las nuevas costumbres pudieron más y un día, en plena primavera democrática, dijo basta. Ya nadie disfrutar acodarse en el estaño a tomar una ginebra o un liso, helado, recién tirado, y comer un arrolladito de jamón serrano y bien repuesto, pipón pipón, le gustaba decir al abuelo Manuel, seguir adelante sin prisa pero sin pausa.
Durante un tiempo, un largo tiempo, mantuvo las persianas bajas y la esperanza de los vecinos del barrio de que la esquina de Mendoza y Juan Manuel de Rosas volviera a florecer, pero no pasó, primero el grafitero Dimas Nota, el heredero de Bansky de la pequeña aldea, pintó una de sus obras de arte callejero en la cortina de metal empecinadamente cerrada, y después, la empalizada, que todo el mundo sabe es la sentencia de muerte de los edificios históricos de la ciudad.
Miró y volvió a mirar, se restregó los ojos y al volver a abrirlos cayó en la cuenta que era así nomás, que en esa esquina tan llena de recuerdos había un baldío y nada más. Respiró profundo, tanto como le dejó el barbijo, y sin salir de su asombro siguió su camino. En la vereda, tres fresnos desnudos y más allá la plaza Florencio Sánchez, el enorme mural de Aymará, los cuervos y en un rincón un graffiti apurado que dice “nada es para siempre”.