Al ver el eufórico despliegue de nacionalismo en la Copa del Mundo en Rusia, mi usual reticencia al patriotismo excesivo se debilitó. Me repugna el populismo nacionalista de Donald Trump o Marine Le Pen, pero la Copa me ha hecho pensar que el nacionalismo, al igual que el colesterol, puede ser bueno o malo. El nacionalismo de Trump, que añora la uniformidad cultural en términos de lengua, historia, cultura o religión, excluye, por definición, a los inmigrantes que arriban al país con la ilusión de ensanchar el bagaje cultural de la tierra de adopción.
Pero hay otro nacionalismo que, como atinadamente describió el historiador Benedict Anderson, celebra las "comunidades imaginadas". Comunidades de ciudadanos sienten la necesidad de establecer conexiones humanas con todos sus compatriotas, incluso con aquellos a quienes no conocen. Un nacionalismo inclusivo que defiende los derechos cívicos y políticos de las minorías y fortalece la democracia.
Lo que vi en esta Copa del Mundo fue una convivencia humana a lo largo y ancho de la vasta geografía rusa. Quienes tuvimos la suerte de ver esta Copa Mundial pudimos reafirmar la buena voluntad de los participantes, sin distingos de clase social, raza, ideología o diferencias religiosas. Una reconfortante realidad que en los hechos contradecía la perspectiva del gran ensayista inglés George Orwell, quien, reaccionando desproporcionadamente a la propaganda nazi, en 1941 escribió que las competencias deportivas internacionales eran "una causa infalible de mala voluntad".
Lo más importante es que esta Copa se distinguió por la diversidad étnica y racial de los jugadores de los equipos europeos. Diecisiete de los 23 jugadores del equipo de Francia que ganaron la Copa son hijos de inmigrantes, y la mitad de ellos, y de los jugadores belgas, son de ascendencia africana. Si al equipo titular inglés le restáramos los jugadores que son inmigrantes de primera y segunda generación, tendría que jugar con cinco en vez de once jugadores. Casi el 50 por ciento son hijos de inmigrantes.
Sería ingenuo suponer que la diversidad evidenciada en esta Copa es reflejo fiel de la armonía y tolerancia a la diversidad en sus respectivos países. Viendo una fotografía del actual equipo francés, Marine Le Pen, al igual que su padre, Jean-Marie Le Pen en 1998, dijo que no reconocía a Francia ni a sí misma. Y no olvidemos que en la pasada elección presidencial, la derecha antiinmigrante francesa de Le Pen ganó el 17 por ciento del voto.
Y si bien es evidente que las hazañas de Mbappé, Lukaku, Walker o Rakitic no van a resolver las discrepancias sociales que hoy afectan a Europa, no tengo duda alguna de que van a tener una influencia positiva en el debate migratorio actual.