Sigmund Freud escribió con la colaboración del diplomático y periodista norteamericano William Bullitt un libro poco conocido: “El presidente Thomas Woodrow Wilson, un estudio psicológico”. Recién se publicó en Europa en 1966 y se tradujo al español en 1973. Incluso, en un comienzo se tenía dudas de si ese texto pertenecía a Freud y por eso no se lo había incluido en sus obras completas. Luego se admitió su autenticidad.
Wilson, presidente de los Estados Unidos entre 1913 y 1921, tenía una personalidad extraña, cambiante y muy apegada a lo religioso. Introdujo a su país en la Primera Guerra Mundial y fracasó en promover la paz en Europa a través del tratado de Versalles, que ni siquiera el Congreso de EEUU aprobó, y que no impidió una nueva guerra mundial dos décadas después.
Freud no disimuló su aversión por Wilson pero trató de comprender las conductas que guiaban a algunos líderes políticos del mundo, sobre todo en el contexto en que escribió ese trabajo, en pleno auge del nazifascismo en Europa.
En la introducción del libro, Freud afirma lo siguiente: “Locos, visionarios, víctimas de alucinaciones, neuróticos y lunáticos, han desempeñado grandes papeles en todas las épocas de la historia de la humanidad, y no sólo cuando la casualidad del nacimiento les legó la soberanía. Habitualmente han naufragado haciendo estragos… Han ejercido una influencia de gran alcance sobre su propio tiempo y los posteriores… Han sido capaces de alcanzar tales logros, por un lado, con la ayuda de la porción intacta de sus personalidades, es decir, a pesar de sus anormalidades; pero, por otro lado, son a menudo precisamente los rasgos patológicos de su personalidad, la unilateralidad de su desarrollo, el refuerzo anormal de ciertos deseos, la entrega a una sola meta sin sentido crítico y sin restricciones, lo que les da el poder para arrastrar a otros tras de sí y sobreponerse a la resistencia del mundo”.
También, Freud reveló en ese texto que Wilson despidió a uno de sus asesores de campaña electoral con estas palabras: “Dios ordenó que yo fuese el próximo presidente de los Estados Unidos. Ni usted ni ningún otro mortal o mortales podrían haberlo impedido”. Entonces Freud comentó: “No sé cómo evitar la conclusión de que un hombre capaz de tomarse las ilusiones de la religión tan al pie de la letra y tan seguro de tener una especial intimidad personal con el Todopoderoso, no es apto para mantener relaciones con los comunes hijos del hombre”.
Es probable que si Freud, quien murió en septiembre de 1939, hubiese presenciado lo que ocurrió años después con líderes políticos que alcanzaron gran popularidad como Mussolini, Hitler o Stalin, hubiera producido otro profundo estudio de sus personalidades para develar cómo lograron conducir a parte de la población de sus países hacia una acción criminal directa y eliminacionista sin restricciones o hacia una pasividad cómplice que resultó funcional a esos objetivos.
Si lográsemos transpolar y salvar las distancias entre hechos históricos que no necesariamente tienen un comportamiento común, sería interesante poder comprender cómo en la Argentina Carlos Menem pudo cautivar el beneplácito de un pueblo que fue estafado electoralmente pero que a los pocos años de ese engaño lo volvió a elegir.
“Si decía lo que iba a hacer nadie me votaba”, fue la cínica confesión de la estafa electoral que salió de la boca de Menem que, sin embargo, no le restó chances para ser reelecto en 1995. La población ya conocía qué había hecho Menem en su primer mandato pero eso no fue impedimento para que ganara otra vez las elecciones en un país en el cual nadie confesaba haberlo votado.
Como ocurriría también en las décadas siguientes, lo respaldó un sector del electorado conservador que habitualmente oscila en sus preferencias y que en ese momento histórico había sido cautivado por la convertibilidad pese a la destrucción de la economía y el empleo; pese a la entrega del patrimonio nacional en medio de negociados y sobornos; pese al escándalo de la venta ilegal de armas a dos países en guerra como Croacia y Ecuador y a pesar de dos atentados terroristas con sello internacional ante la aún no investigada participación del menemismo en asuntos políticos del Medio Oriente.
Menem no es el único que haya prometido cosas que nunca ocurrieron, como el “salariazo” o la “revolución productiva”, pero sí el único que haya reconocido el engaño con una sonrisa canchera, esa que nos da tan mala imagen a los argentinos en el exterior.
Tampoco el gobierno de Menem tuvo el privilegio de ser el único que por medio de la corrupción hizo enriquecer a funcionarios o amigos del poder. Hay decenas de causas actualmente en trámite. Pero tuvo la particularidad de que una empresa, la alemana Siemens, admitiera públicamente que había pagado sobornos al gobierno de Menem, con el detalle de la cantidad y destinatarios, para obtener un contrato para la confección de los DNI. Incluso, Siemens tuvo que pagar una multa millonaria impuesta por el Departamento de Justicia de EEUU por actos de corrupción en el extranjero para poder seguir operando en la Bolsa de Nueva York y participar de licitaciones públicas. La empresa alemana también fue condenada por esas prácticas por la Fiscalía de Munich, pero en la Argentina esa causa nunca avanzó, como tantas otras vinculadas al poder y los negocios millonarios de unos pocos.
Resulta interesante analizar el trabajo de Freud sobre el presidente norteamericano Wilson para intentar encontrar, casi un siglo después, coincidencias con los líderes políticos contemporáneos, no sólo argentinos, sino extranjeros como el ex presidente de EEUU Donald Trump o el actual mandatario brasileño Jair Bolsonaro. Seguramente, pese a los contextos históricos distintos, habrá puntos de contacto.
También convendría reflexionar sobre la conducta de quienes llevan al poder con su voto a esos personajes, cuáles son las fantasías e intereses que los impulsan a votarlos, cuáles son las frustraciones que esos líderes prometen falsamente modificar. Pero esta es una tarea que queda para el análisis del lector.