En el repertorio mítico grato a Jorge Luis Borges destaca el tema del "golem", palabra hebrea que significa "terrón", y que hace referencia a un hombrecillo rudimentario forjado mágicamente por los cabalistas a partir del polvo, tal como dice la Biblia que, después de que "fueron acabados los cielos y la tierra, y todo su ornamento" (Génesis, 2:1), Jehová lo creó a Adán.
Es por eso que en el prólogo de la novela "El Golem" de Gustav Meyrink, el autor de "El Aleph" recuerda que "los discípulos de Paracelso acometieron la creación de un homúnculo por obra de la alquimia", y en "Cuentos breves y extraordinarios", la primorosa antología que "se divirtieron" (sic) compilando Borges y Bioy Casares, se cuenta que "Rava consiguió crear un hombre y lo mandó a Rav Zera. Éste le dirigió la palabra; como el hombre no respondía, el rabino le dijo: ‘Eres una creación de la magia; vuelve a tu polvo' ".
El brevísimo relato no puede ser más fascinante, y termina consignando que "Dos maestros solían, cada viernes, estudiar el Sepher Yezirah y crear un ternero de tres años que luego aprovechaban para la cena".
Hasta aquí las proezas de la cábala, con todo el prestigio de su nebuloso poder mágico, a mitad de camino entre la vigilia y el sueño.
Pero lo cierto es que "crear vida", fuera de los sutilísimos mecanismos naturales que posibilitan "la reproducción" -y no la producción- de un organismo unicelular o de un hombre, resulta imposible.
Y resulta imposible, digo, más allá de los cacareados avances científicos que se encarga de difundir la revista Science, como ocurrió con la reciente fabricación de un cromosoma sintético llevada a cabo en la Universidad de Nueva York.
Podremos concretar la hazaña de filmar el interior de una mosca en vuelo, como también acaban de hacerlo científicos ingleses y suizos, y reproducir luego las imágenes radiografiadas en tres dimensiones para su mejor observación, pero la "secreta voluntad" que pone en marcha los pequeños músculos del insecto y sus ínfimas articulaciones, continúa siendo -para nosotros, los humanos-, un enigma indescifrable.
Como en el suplicio de Tántalo, en el que el héroe nunca puede saciar su sed, porque el agua en la que está sumergido hasta el cuello, mientras más se obstina en beberla más apresuradamente huye de él, todos nuestros esfuerzos para crear vida artificial, pese a que son cada vez más elaborados y -por lo menos en teoría-, estarían cada vez más cerca de lograr su objetivo, siguen pareciéndose a ciegos manotazos desarticulados queriendo aferrar un soplo -¿se lo podrá llamar divino?- tan misterioso como inaprehensible.Crear vida extrayéndola de la nada, no nos está permitido. Aniquilarla sí.
Para corroborarlo están los infinitos crímenes privados y públicos, individuales y colectivos, vigentes y olvidados, que ensangrientan de una punta a la otra la historia de la humanidad, y que si, apelando a la imaginación, podríamos fabular que comenzaron con un cavernícola destrozando a otro a dentelladas, por un trozo de carne en disputa, continúan hoy con esos "drones" norteamericanos que asesinan a los enemigos a distancia, pulcra y civilizadamente, por control remoto.
Crear vida artificial no podemos, pero matar sí. Basta con sentir cómo cruje un grillo bajo la suela de nuestro zapato, basta también con dispararle, certeramente, a la liebre que huye despavorida por el campo, y, en el caso de que se pretenda capturar piezas de mayor volumen para adornar la sala, basta con perforar a tiros la gruesa piel de un elefante, aunque ése -claro está- no es un pasatiempo que esté al alcance de cualquiera, porque es un pasatiempo real.
Y si de lo que se trata es de administrar justicia, de suprimir a opositores políticos o a razas inferiores, o de convencer a los incrédulos de que la fe que profesamos es la única indiscutible y auténtica -cosa que hacemos por su bien, naturalmente-, los instrumentos que han estado y siguen estando a nuestra disposición, son incontables: hacha, lanza, espada, veneno, horca, hoguera, empalamiento, crucifixión, guillotina, fusilamiento, bomba, armas químicas, cámara de gas, silla eléctrica, inyección letal, linchamiento…
Matar es lo más fácil del mundo: si la cotización de Messi creció en 82 millones de euros, duplicando casi lo que valía a mediados del año pasado, ¿cuánto puede valer un raterito de mala muerte -¡sí, de mala muerte!-, que roba una cartera y al que los vecinos se lo disputan para triturarle el cráneo a puntapiés? Nada.