Por primera vez en muchos días el país respiró aliviado. El discurso en que la
presidenta anunció que las retenciones móviles serán discutidas en el Congreso desactivó la
angustia que la sociedad almacenaba. El camino a recorrer será arduo y estará plagado de
obstáculos, pero la clave es que las diferencias se resolverán como corresponde en la democracia:
por intermedio del debate que darán los representantes del pueblo en las Cámaras.
La Argentina es un país que muchas veces se sale de madre. La protesta social,
síntoma de la crisis que signa su rostro desde hace tres décadas, se manifiesta en formas que
afectan al conjunto de la ciudadanía. La historia del movimiento piquetero lo cuenta todo:
desesperadas porque el modelo económico las ponía al borde de la extinción, comunidades enteras
optaron en pleno menemato por cortar rutas para llamar la atención de los indiferentes poderes
centrales.
Después del 2001, cuando toda la geografía argentina se resumía en la palabra
desastre, la modalidad se extendió hasta el paroxismo. Motivos justos pero también razones
lindantes con la trivialidad se convirtieron en el disparador de cortes que irritaban a todos. Y el
gobierno nacional lejos estuvo de enfrentarlos: por el contrario, no sólo los toleró sino que a
veces los estimuló. Como pudo apreciarse durante el actual paro agrario, todos aprendieron la
lección al dedillo. Porque quienes esta vez salieron a manifestar su disconformidad a las rutas de
la misma manera que siempre cuestionaron no fueron marginales ni desposeídos, sino integrantes del
sector que acaso más beneficios recibió de la política económica kirchnerista.
El debate central, entonces, merece darse en torno de los métodos y de las
legitimidades. El gobierno emplea una palabra sobre cuya trascendencia no puede dudarse:
redistribución. Cualquier mirada que se lance sobre el paisaje social descubrirá grandes bolsones
de miseria y traerá nostalgia de aquel país que, impulsado por el afán igualitario del peronismo,
permitió que la justicia social dejara de ser una utopía para convertirse en un hecho. Ese país fue
el que los autoritarios, los totalitarios y los sicarios arrojaron a la basura, la inmensa mayoría
de las veces sin el consentimiento de la gente. Y ese país, dicen, es el que ahora se intenta
reconstruir.
El gobierno deberá recuperar autoridad moral si es que pretende transformar a la
Argentina. Muchas conductas están reñidas con las palabras que se pronuncian y así sólo se produce
más desconfianza en una sociedad escéptica hasta el hartazgo.
Pero del otro lado, la extemporaneidad colectiva se ha convertido en peligroso
vicio. No es por intermedio de cacerolazos, bocinazos o escraches –método este último
francamente repudiable, más allá de quien lo padezca– que se logrará avanzar, sino con más y
mejor política.
La cultura democrática es una gran ausente en el país. El ombliguismo de quienes
desabastecieron a las ciudades para expresar su bronca se vincula con los métodos, más que con los
fines. Cuando rige el estado de derecho, los reclamos deben ser planteados en los ámbitos que
corresponde. Nadie debe ser victimizado en pos de ninguna noción de justicia.
La institucionalidad pareció peligrar y ese es el verdadero abismo. Mucha sangre
ha sido vertida en la Argentina como para que livianamente se agiten de nuevo los fantasmas.
El enojo de los ruralistas deberá encontrar canales políticos para ser
expresado. Y el gobierno tendrá que asumir errores y avanzar en la capacidad de escucha de la
sociedad que rige. Ni la voracidad sectorial ni la soberbia son la solución de los graves problemas
que padece una Nación que se encuentra ante una oportunidad histórica de resurgir de las
cenizas.
Quienes menos tienen, que son tantos, son los principales testigos. Y en el
futuro, tal vez los únicos que podrán pedir cuentas.