El asalto —por una turba, un terrorista suicida o un grupo armado- a una embajada o consulado de Estados Unidos empieza a ser todo un subgénero de la violencia política en el mundo árabe y musulmán contemporáneo. No es de extrañar que las sedes diplomáticas norteamericanas, auténticos búnkeres de por sí, tengan allí aún más muros exteriores, más bloques de cemento para dificultar el acceso de vehículos y más marines armados que en cualquier otro lugar.
Diríase que, pese a los buenos deseos expresados por Obama en su histórico discurso en El Cairo, Estados Unidos parece estar condenado a tener siempre líos en el norte de Africa y Medio Oriente. La cosa comenzó, de hecho, al poco de su independencia, durante la presidencia del mismísimo Thomas Jefferson.
Para combatir el apresamiento de buques norteamericanos en el Mediterráneo por los que entonces se llamaban "corsarios de Berbería", Jefferson envío una armada a Libia. En febrero de 1804, el capitán Stephen Decatur bombardeó Trípoli y terminó izando allí la bandera de las barras y estrellas. Fue la primera vez que esa enseña triunfaba militarmente en tierra extranjera.
Jefferson consiguió que los corsarios de Berbería firmaran acuerdos con Estados Unidos renunciando a la piratería. Hasta que, en 1904, Ion Perdicaris, un ciudadano norteamericano, fue secuestrado en Tánger por la gente de El Raisuli, un señor de la guerra local. El entonces presidente, Theodore Roosevelt, pronunció entonces una frase célebre en la historia norteamericana: "Quiero a Perdicaris vivo o a El Raisuli muerto". Perdicaris fue liberado y el primer Roosevelt consiguió así la reelección.
En el último cuarto del siglo XX, aquellos escarceos se convirtieron en una guerra muy sucia entre un Estados Unidos convertido en la primera potencia imperial y el gran protector de Israel, y los grupos, movimientos o Estados más insumisos del mundo árabe y musulmán.
Quebrantando una regla de inviolabilidad diplomática hasta entonces universalmente respetada, el subgénero del asalto a la embajada norteamericana debutó el 4 de noviembre de 1979, cuando, ante la pasividad, si no el apoyo, de las autoridades de la República Islámica de Irán, estudiantes jomeinistas ocuparon la de Teherán.
Tomaron más de medio centenar de rehenes, que solo fueron liberados tras 444 días de cautiverio, exactamente el día en que Jimmy Carter, que había perdido las elecciones por este asunto, le cedía la Casa Blanca a Ronald Reagan.
En los años siguientes, el Estados Unidos de Reagan y el islamismo shií jomeinista combatieron ferozmente. El 18 de abril de 1983, un descomunal atentado con explosivos destruyó la embajada norteamericana en Beirut. Murieron 63 personas, y entre ellos ocho agentes de la CIA que celebraban una cumbre de la agencia en Medio Oriente. Uno de los espías fallecidos era Robert C. Ames, el director de la CIA en la región.
Aquel atentado —obra de un suicida con coche bomba- fue atribuido a Yihad Islámica, una de las franquicias empleadas por Hezbolá, el movimiento shií libanés apadrinado por Irán. El 12 de diciembre de ese mismo año, la embajada norteamericana en Kuwait fue atacada por el mismo procedimiento y el mismo tipo de gente -8 muertos-. Repetirían el 20 de septiembre de 1984 en el anexo diplomático norteamericano en Beirut Este -24 muertos-.
El frente jomeinista pareció calmarse, pero se abrió otro. Estados Unidos, protector asimismo de Arabia Saudita, había gozado hasta finales del siglo XX de la benevolencia del fundamentalismo suní. Pero la Guerra del Golfo de 1990-1991, con su corolario de presencia de tropas norteamericanas en Arabia Saudita, el país de La Meca y Medina, indignó a un personaje llamado Bin Laden, que había colaborado con Washington en la lucha contra los soviéticos en Afganistán.
Estados Unidos vivía los "felices años noventa" de Bill Clinton, cuando, el 7 de agosto de 1998 las embajadas estadounidenses en Nairobi (Kenya) y Dar es Salam (Tanzania) saltaron por los aires. Murieron 250 personas y más de 5.000 resultaron heridas en aquellas primeras acciones terroristas suicidas de Al Qaeda.
Clinton respondió bombardeando con misiles un complejo farmacéutico en Sudán y un campo de entrenamiento de yihadistas en Afganistán. El pueblo norteamericano se dio por satisfecho hasta que llegó el 11-S.
En los años siguientes, Al Qaeda siguió utilizando los ataques a sedes diplomáticas de Estados Unidos. El 14 de junio de 2002 le tocó al consulado de la ciudad pakistaní Karachi -12 muertos- y el 16 de septiembre de 2008 a la embajada en la capital de Yemen -16 muertos-.
Bin Laden ya murió y lo más probable es que Al Qaeda esté en desbandada. Pero la ideología salafista con la que estaba emparentado ideológicamente, y que Arabia Saudita riega con los petrodólares, goza de buena salud en el norte de Africa y Medio Oriente. Así que ha bastado con que los salafistas se enteraran de que un bodrio cinematográfico norteamericano denigra a Mahoma para que se pusieran en marcha contra las sedes diplomáticas donde ondea la bandera de las barras y estrellas. En Libia, Egipto y Yemen, y en forma de turbas, grupos armados o una combinación de ambos.
Es triste tener que escribir que sí, continuará.