A la humanidad le cuesta cambiar. Es más cómodo, más seguro y más simple transitar siempre el mismo camino, abrazar la rutina, repetir lo que se ha aprendido sin discusión y lo que no ha provocado críticas ni reproches.
A la humanidad le cuesta cambiar. Es más cómodo, más seguro y más simple transitar siempre el mismo camino, abrazar la rutina, repetir lo que se ha aprendido sin discusión y lo que no ha provocado críticas ni reproches.
Por suerte para la humanidad, siempre ha habido visionarios, osados o aventureros, cuyas inquietudes promovieron cambios en el statu quo y lograron notables avances en la historia de las civilizaciones humanas. Sin ellos, todavía viviríamos en las cavernas, no conoceríamos la escritura, no tendríamos el placer de la lectura ni podríamos hacer uso de todos los adelantos que nos simplifican o nos hacen más agradable la vida.
Las sociedades cambian, a veces violentamente, otras veces evolucionando más lentamente. El derecho, creación social por excelencia, también se va adaptando a las nuevas exigencias de la sociedad a la que regula. Sin embargo, ante cada propuesta de cambio, temblamos y nos refugiamos en el concepto de estabilidad para protegernos de nuestro temor a lo novedoso, a lo que nos obliga a aprender algo distinto, nos fuerza a modificar conductas establecidas que ya resultan estereotipadas. Y, así, tendemos a oponer los conceptos de estabilidad y cambio, como a dos enemigos irreconciliables.
Esto, a mi juicio, es un error; la estabilidad y el cambio deben coexistir. La estabilidad, sin cambio, degenera y se degrada; el cambio, sin estabilidad, produce caos. Si no los oponemos, ¿cómo compatibilizar, pues, el uno con la otra?
La estabilidad admite cierto grado de flexibilidad: se trata, pues, de reconocer cuánta flexibilidad es necesaria para dar lugar al cambio. La oposición reside aquí entre rigidez y flexibilidad.
Como los cambios sociales suelen ser graduales (salvo en el caso de las revoluciones), el grado de flexibilidad tampoco es demasiado elevado. Pero es claro que, si se dejan avanzar los cambios sin flexibilizar la estabilidad, en algún momento la exigencia será mucho más elevada, causando más inquietud y desazón.
No debería llegarse a ese desequilibrio, si las instituciones sociales advirtieran cuál es la verdadera oposición, como ya dije. En general, la velocidad del cambio no es tanta como para generar el caos y destruir la estabilidad; y ésta no debería ser tan rígida como para romperse ante un cambio no violento.
No deberíamos tenerle miedo al cambio. En muchos casos significa un avance, una mejora; y, si demostrara no ser así, siempre existe la oportunidad de modificar lo que ha resultado erróneo o inconveniente.
En nuestra profesión de abogados estamos expuestos al cambio todos los días. A veces parece leve (una mínima modificación de un artículo de una ley, por ejemplo), lo tomamos casi como algo natural y, al tiempo, descubrimos implicancias de gravedad que no eran aparentes y por eso mismo nos atemorizan. Otras veces, al tratarse de un cambio total de estructuras, nos aterramos viendo en ese cambio una suerte de Armaggedon al que no podremos sobrevivir.
Sin embargo, contando con todas las posibilidades de capacitación que tenemos, las experiencias ajenas de las que se puede aprender y los medios técnicos que existen para ayudarnos, creo que no tenemos que temer al cambio. Por el contrario, debemos considerarlo como algo útil y aceptarlo con entusiasmo porque, aun con altos y bajos, servirá para mejorar la vida.
(*) Ministra de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Miembro del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales (Inecip)