Hace algunos días la opinión pública mundial se conmocionó con la noticia de que Marius, una jirafa de dos años de edad y que gozaba de perfecta salud, fue literalmente "ejecutada" en el zoológico de Copenhague, justificándose la medida con el argumento -que el doctor Mengele hubiese rubricado, complacido-, de que sus genes eran "demasiado poco originales" como para permitirle que se reprodujera.
A fin de garantizar que las futuras generaciones de jirafas en cautiverio habrán de contar sólo con genes de primerísima calidad, Marius fue ultimado con una pistola neumática, ya que la opción de usar una inyección letal se descartó para no contaminar su carne que, según lo planeado por los directivos del zoo, serviría de alimento a los animales carniceros que también alberga la institución.
Pero la cosa no paró ahí. Entusiasmados con la despiadada iniciativa, sus responsables decidieron apostar más fuerte aún, e injertando "El libro de la selva" de Kipling con "La lección de anatomía" de Rembrandt, armaron un espectáculo educativo para los visitantes -entre los que se contaban muchos niños-, en el que todos pudieron aprender cómo "se destaza", esto es, cómo se despedaza una jirafa muerta, y se arroja su carne a los leones.
Desde el año 80 en el que Tito inauguró el Coliseo romano, y durante los cien días que duró la fiesta fueron sacrificados unos 9.000 animales salvajes, nadie había visto un show destinado a la familia, tan instructivo.
El fusilamiento de Marius se llevó a cabo contra viento y marea, a despecho de las veinte mil firmas que se reunieron pidiendo clemencia, de la propuesta de otros zoológicos que estaban dispuestos a dar asilo al animal, y hasta del medio millón de euros ofrecido por un particular que tenía el propósito de adquirirlo…
Lo más interesante de todo esto es que el exterminio de individualidades indeseables, con la excusa de beneficiar a la especie, no es una táctica que el hombre reserve, exclusivamente, para el mundo de los seres irracionales.
Poco más de dos semanas antes de la supresión de Marius, como la víctima no iba a ser pasto de los leones sí se pudo apelar a la inyección letal -las herramientas en uso del verdugo no son tan variadas-, y así terminó su desgraciado paso por la tierra Edgar Tamayo, un jornalero mexicano que, según se constató en prisión, padecía de una "discapacidad mental leve" y estaba acusado de haber asesinado a un policía norteamericano en 1994.
También en esta oportunidad llovieron las quejas y los pedidos de clemencia, incluidos los de la cancillería mexicana y los de Amnesty International, ya que las circunstancias en las que Tamayo habría perpetrado su crimen fueron harto confusas: en ese momento estaba esposado, y así como no se encontraron sus huellas dactilares en el arma homicida, tampoco se hallaron los clásicos vestigios residuales de pólvora en sus manos. Además el reo llevaba veinte años (!) esperando que se le aplicase la pena capital, en ese horrendo preámbulo carcelario que se conoce como el "corredor de la muerte". (¿Pudo Edgar Allan Poe imaginar un tormento psicológico más erosionante y diabólico?).
Pero al Estado de Texas, como al cowboy macho, justiciero y troglodita que es, no lo doblegan las súplicas pusilánimes.
Nadie es tan ingenuo como para creer que los animales salvajes "no mueren" -los grandes predadores de la selva y el rey de España saben mucho de eso-, o que hombres, mujeres y niños no caen como moscas, indiscriminadamente, en esa monstruosa carnicería que está viviendo hoy Siria bajo el régimen de Bashar al-Asad.
Y no obstante, lo que consterna y repele de estas dos "muertes anunciadas" -tanto la de la pobre jirafita bebé como la del pobre jornalero mexicano, a los que la común indefensión frente a la arrogancia de sus jueces ubica en un pie de igualdad-, es la presunta legitimidad jurídica y social, y la insensibilidad y soberbia con que fueron, primero minuciosamente orquestadas, y luego llevadas a la práctica.
Es por eso que cada vez me convenzo más de que la mejor definición de "hombre" con la que me he topado, es la que el escritor Ambrose Bierce -un yanqui atípico que en 1914 desapareció sin dejar rastros ¡en medio de la Revolución Mexicana!-, anota en su célebre "Diccionario del Diablo". Allí el "bitter" (amargo) Bierce, haciendo gala de ese humor corrosivo que impregna toda su producción periodística y literaria, puntualiza que el significado de la palabra hombre es "animal tan sumergido en la ensimismada contemplación de lo que piensa que es, que olvida lo que evidentemente debería ser. Su principal ocupación es el exterminio de otros animales y de su propia especie, la cual, a pesar de todo, se reproduce con tanta rapidez como para poblar y destruir todas las zonas habitables del planeta, y Canadá".