Nadie que haya seguido los meses de enconado debate que han culminado con la
estrecha victoria del presidente Obama y de la mayoría de los legisladores del Partido Demócrata
podrá dejar de preguntarse cuál es la razón de que todo el Partido Republicano y un porcentaje
considerable de votantes independientes se hayan opuesto de forma tan virulenta a la iniciativa de
dar a la cobertura sanitaria un carácter realmente universal en Estados Unidos.
Permítanme comenzar con las dudas comprensibles, para a continuación pasar a los
elementos más emocionales de esa oposición. Sin duda es comprensible que quienes se preocupan del
creciente déficit del gobierno federal y de los estatales y municipales en todo Estados Unidos
sigan recelando, a pesar de que la Oficina de Presupuestos del Congreso avala los argumentos de los
partidarios de la reforma, en el sentido de que durante la próxima década los actuales déficits que
generan los gastos médicos se reducirán enormemente gracias, precisamente, a la ley para la
protección del paciente y para una asistencia asequible. Hay demasiadas pruebas de laboratorio
caras que no contribuyen necesariamente a un diagnóstico más preciso o a un tratamiento más eficaz,
demasiadas recetas de los medicamentos más costosos carentes de pruebas fidedignas de que sean más
eficaces que otros productos más antiguos o que cambios drásticos de forma de vida. Como la opinión
pública apenas sabe de qué manera se toman las decisiones y como, en su conjunto, la calidad de la
asistencia sanitaria en EEUU es más gravosa y cualitativamente menos eficaz que la de otras
sociedades avanzadas, existen muchas dudas justificadas en lo tocante a que en unos pocos años los
déficits experimenten una reducción considerable.
Con todo, la melodramática oposición registrada, que ha incluido numerosos
insultos personales, en ocasiones actos de violencia y un cien por cien de votos negativos de los
republicanos, tanto en el Congreso como en el Senado, no puede atribuirse al razonable recelo
mencionado en el párrafo anterior, el relacionado con procedimientos y medicamentos. Lo más
impresionante del unánime voto negativo republicano es que muchas disposiciones de la ley federal
se basan en el sistema sanitario estatal de Massachusetts que, creado en tiempos del gobernador
republicano Mitt Romney, recibió los votos de la mayoría de los legisladores republicanos de ese
Estado.
En consecuencia, creo que las principales razones que explican la oposición a la
ley del Partido Republicano y del Tea Party tienen mucho más que ver con miedos intensos,
mayormente intuitivos y con frecuencia incoherentes sobre el futuro general de Estados Unidos.
Por mencionar uno de esos elementos evidentemente contradictorios, podríamos
decir que todos los miembros del Congreso y del Senado, así como el propio presidente del país y
numerosos directivos y funcionarios judiciales de Estados Unidos, disfrutan de una cobertura
sanitaria total sufragada por el pueblo estadounidense y gestionada por el gobierno federal. Dios
nos libre de que autores progresistas como el firmante califiquen ese excelente sistema de
"medicina socializada".
Entre los estadounidenses, la idea de que la iniciativa privada siempre produce
mejores resultados cualitativos que la pública constituye una especie de reflejo automático.
Es bastante cierto en el caso de las compras voluntarias que, como la ropa, los
coches, el mobiliario doméstico, la alimentación, el entretenimiento, los deportes o las
actividades recreativas de toda índole, realizan personas de rentas moderadas o más que moderadas
(mi recuerdo de las diferencias existentes entre los escaparates de Europa Occidental y
Norteamérica, y los de los países de cuño soviético de Europa Oriental durante la segunda mitad del
pasado siglo bastan para convencerme de que en ese tipo de cuestiones la iniciativa privada supera
a la planificación gubernamental).
Sin embargo, los que consideran, entre otras cosas similares, que los gobiernos
suponen más un problema que una solución, se olvidan completamente de la importancia de actividades
estatales como el servicio postal, la educación, el transporte y los parques públicos, la normativa
sobre salubridad en materia de distribución del agua o de entornos laborales privados y públicos,
etcétera.
La verdadera diferencia entre conservadores y progresistas no radica en que unos
prefieran intuitivamente que el control de la actividad económica sea privado y los otros público,
sino en que los primeros prefieren una sociedad completamente competitiva y los segundos un
ordenamiento que trate de proteger la satisfacción de las necesidades fundamentales de todas las
personas, sean o no individuos de éxito.
Todas las preferencias intuitivas que afectan a esta oposición entre el control
privado o el público de grandes áreas de la economía (más del 20 por ciento en el caso de la
asistencia médica) están presentes en los debates sobre la reforma de la cobertura sanitaria.
Igual de importantes que las preferencias por la iniciativa y el control
privados o públicos son ciertos miedos intuitivos que, en mi opinión, están claramente
incrementándose, y por razones justificadas, en Estados Unidos.
Más o menos en el periodo comprendido entre 1914 y 1990 EEUU fue el país más
exitoso que había sobre la faz de la tierra: por el incremento de oportunidades que proporcionaba a
sus ciudadanos (autóctonos o inmigrantes) y por ser la nación más determinante, tanto para la
derrota del imperialismo alemán durante la Primera Guerra Mundial como para la de los imperialismos
nazi y japonés durante la Segunda. En las décadas de 1930 y 1940 el New Deal de Franklin Roosevelt
garantizó derechos de organización laboral a los sindicatos, mientras que las medidas contra la
segregación racial impulsadas por el presidente Truman en las fuerzas armadas dieron comienzo a la
liberación de facto de los negros, en teoría iniciada con la victoria del Norte en la Guerra de
Secesión (1861-1865).
El Plan Marshall de 1947 facilitó enormemente la recuperación institucional de
Europa Occidental tras la devastación causada por la guerra reciente y la influencia estadounidense
incrementó de forma considerable, aunque en menor medida que en el caso europeo, la prosperidad
económica y el desarrollo de la democracia en los países de la cuenca del Pacífico. Dentro de
Estados Unidos, hasta la década de 1970, se produjo un lento pero constante incremento en el nivel
de vida y las oportunidades educativas de los estadounidenses con menos medios, y las leyes
relativas a los derechos civiles de la década de 1960 reconocieron totalmente la igualdad de
derechos de la población no blanca.
Sin embargo, en el periodo iniciado durante la década de 1970 muchos factores
han reducido el progreso material y el optimismo de Estados Unidos. Se trata, en el ámbito
exterior, de la derrota en la guerra de Vietnam, la consolidación de un régimen comunista viable en
China, el miedo al cambio climático o la seguridad de que en el futuro faltarán recursos económicos
para mantener a una población mundial que crece rápidamente, y, en el interior del país, de que las
retribuciones anuales de la clase obrera y los trabajadores no manuales constituyen en la
actualidad un porcentaje menguante, no creciente, del producto interior bruto. Más de dos décadas
antes del 11 de septiembre de 2001, esos factores o ahora el vergonzoso desastre financiero de
2008-2010 han comenzado, aunque sea ligeramente, a socavar la fe estadounidense en un nivel de vida
siempre en aumento.
En realidad, en los debates públicos suscitados por la ley de reforma sanitaria,
poca información se ha proporcionado sobre su contenido y sus costes. Los medios y portavoces
republicanos no han dejado de insistir machaconamente en su oposición a la "toma de la asistencia
sanitaria por parte del gobierno", a la "pérdida de libertad" y a una vulneración de los derechos
individuales y estatales que es preciso impedir.
El recientemente constituido Tea Party, compuesto casi totalmente por ciudadanos
blancos conservadores, proclama a gritos que debemos "recuperar nuestro país". ¿Pero quién nos lo
ha quitado?
Si nos fijamos en los partidarios de la "sanidad de Obama" que más graves
insultos han recibido, comprobaremos que se trata de blancos progresistas, negros, hispanos,
políticos y profesionales abiertamente homosexuales que en las últimas décadas se han convertido en
importantes movilizadores de la sociedad estadounidense. En un futuro próximo, cualquier iniciativa
que pretenda favorecer la justicia sin tener en cuenta consideraciones raciales chocará con una
oposición como la que acaba de sufrir, y probablemente siga sufriendo, la ley para la protección
del paciente y para una asistencia asequible.
(*) Historiador estadounidense