La dolorosa muerte de Tomás Felipe Carlovich es parte de una dinámica circular en permanente reinicio. Un atacante agrede de una forma brutal a una persona para robarle la bicicleta. El ataque causa una muerte. El agresor presunto es rápidamente individualizado y detenido en un lugar cercano al de su delito. Con seguridad será juzgado y recibirá una pena no menor a diez años.
En la zona donde se produjo el robo seguido de la muerte del Trinche este tipo de acciones son de sistemática recurrencia. En enero Nicolás Bonamico sufrió un asalto en Santa Fe y Felipe Moré que le produjo cuatro fracturas de cadera al caer de su bicicleta, además de la muerte de su mascota, un perro salchicha que lo acompañaba en sus viajes como mochilero. Muy cerca de allí, en San Juan y Sucre, hace 17 años dos chicos frenaron con un palo a una joven para robarle su moto. Se llamaba Carla Palma y perdió la vida. A los chicos los agarraron en una zona muy pobre, próxima al lugar del ataque. Tenían 16 años. Los condenaron a nueve años de prisión que cinco años después fueron reducidos a siete.
Este circuito recomenzará ahora. Se trata de un tipo de delito muy fácil de descubrir porque los autores se dedican a ellos de manera constante, en la misma zona y son conocidos. Son hechos precarios, de ninguna complejidad, que no plantean desafíos investigativos. Los vecinos lo saben mejor que nadie y en ocasiones son ellos mismos, por ser víctimas, los que los identifican. Es muy sospechoso el comportamiento histórico de la policía con jurisdicción en la zona.
La muerte del Trinche Carlovich es una metáfora de los destrozos continuados de una sociedad. No toda la delincuencia actúa igual, ni proviene de los mismos lugares. Pero será interesante, cuando se conozca el legajo del caso, advertir dónde fue ubicado el señalado como autor del ataque, al que le espera juicio por homicidio. Según uno de los jefes del operativo fue en una casilla miserable de dos por dos de Ludueña. Si es quien lo hizo deberá ser condenado con toda justicia. Probablemente salga en una década.
Esta no es la parte complicada del asunto. Lo complicado es transformar el entorno que produce en serie delitos poco complejos a lo largo de la historia de la ciudad que ocasionalmente, cuando el resultado es una muerte, cubre espacios vastos en los medios, hasta que desaparecen.
En el medio de la desazón comprensible por tamaña injusticia, este tipo de observación se torna muy irritante. “Llevátelo a tu casa si te da tanta compasión”. “No todos los que son pobres salen con un palo a robar”. Frases que se suelen escuchar. Pero después de pronunciadas, el problema, que se repite una y otra vez, sigue ahí.
El detenido por este delito, o al que acusen, será condenado con alta probabilidad. Eso es casi tan presumible como que el entorno del que salió permanecerá casi igual, como siguió en las casi dos décadas que mediaron entre la muerte de Carla Palma y la del inolvidable volante de Central Córdoba.
No se puede aplacar la inseguridad de una sociedad sin resolver al mismo tiempo su problema de desigualdad. No florecen paraísos de calma sobre incendios sociales. La seguridad no es solo llenar de policías un barrio, tarea imposible frente a la demanda de todos, sino hacer la vida menos inequitativa. Para eso los Estados a los que se les piden soluciones necesitan estrategias inteligentes para abordar los delitos que se repiten, pero también recursos.
Y los recursos no son apenas para comprar patrulleros. Lo son también para que los ciudadanos puedan tener vivienda, bienes elementales y condiciones de vida dignas. Es de lamentar si suena mal: ninguna comunidad tendrá paz cuando una parte de su población tiene garantizado su bienestar y otra, cada vez más vasta, contempla desde una vidriera.
Es indudable que si hay un delito grosero, visible y repetido en la calle hay una de dos: pacto que lo permite o fallido de políticas preventivas muy elementales. Pero así funcionara la prevención, cosa que no pasa, no se podrán prevenir todo el tiempo las acciones violentas cuando existe, en la carencia estructural de mucha gente, un semillero inagotable que las produce. El que quiera leer aquí una posición contemplativa o blanda con el delito puede tomar ese atajo. Pero de la bronca no vienen las soluciones.
En general, los que producen estas tragedias no viven bien. Y no es que no los agarran. Van a la cárcel. Y después salen, como pasó con los chicos que mataron a Carla Palma. El problema no se resolvería con pena de muerte o encierro eterno, porque el semillero queda.
Y lo que queda además es la violencia de la condición humana, que hará que siempre haya para llorar hechos tan dañosos como la del Trinche. Pero la violencia se puede atemperar si somos capaces de organizar sociedades menos injustas. Para eso es necesario que todas sus partes nos comprometamos. Pero no en arranques esporádicos de caridad sino de manera orgánica, con la forma más elemental de redistribución en la comunidad que es el pago de impuestos.
Hasta en momentos como estos, o quizá nunca en mejor ocasión, aparece la oportunidad para que se abra paso el debate por organizar un modo más justo de aportar recursos a un Estado inclusivo, al que hay que también exigirle rendir cuentas. Argentina es uno de los países con más baja incidencia en los impuestos directos que gravan fuertes ganancias y patrimonios con altas rentas financieras. Un país en donde son proporcionalmente más fuertes los tributos a los consumidores (IVA, internos, combustibles) que los que pagan los bienes y activos financieros. El tiempo para alterar esta estructura intocable desde 1976, cuando las demandas al Estado son tantas, parece ser ahora. Al Estado al que todos piden soluciones en los tiempos críticos, como en la emergencia sanitaria, también hay que dotarlo de capacidad para darlas.
"En general, los que producen estas tragedias no viven bien. Y no es que no los agarran. Van a la cárcel. Y después salen" En los casos de Carla Palma, Nicolás Bonamico y el Trinche hay una dolorosa continuidad. Ninguno tiene nada de casual. En todos aflora un déficit estructural de prevención. Pero, lo digamos o no, hay algo más esencial, que ninguna de las condenas venideras resolverá. Los ladrones de Carla tenían 16 años. Pasó desde entonces un tiempo igual a la edad que tenían ellos. Los ladrones presuntos del Trinche tienen entre 32 y 35. En ese lapso en el entorno de crianza de esos jóvenes poco cambió. Las tragedias tampoco cambian.
Vivimos en ese desacople propio de comunidades fragmentadas, en las que personas frágiles buscan de manera tosca soluciones individuales a problemas originados por la sociedad. Estos problemas se agudizan desde que empezó hace 30 años el desempleo abierto y crónico. Con eso se borronearon límites construidos por una sociedad más preocupada por el bienestar colectivo. Robar al lado de la propia casa era un límite. Robarle a una persona modesta también. Golpear a la víctima con brutalidad lo mismo. Al dejar a mucha gente librada a sí misma esa frontera se evaporó. Y aquí estamos.
“Cuando muchas personas sufren penurias y humillaciones, la inseguridad es la única certeza no perecedera”, dijo Zygmunt Bauman hace 15 años. Modificar eso requiere contribuciones, no todas iguales, de la sociedad entera.
En el Gabino Sosa que lo recordó con emoción, con la belleza de su juego, ese séptimo hijo de un obrero yugoslavo hizo feliz a mucha gente. Hoy nadie cree que cambiar la vida de los otros sea importante para la propia vida. Pero si se esperan cambios, hay que hacerlo. No hay motivo para que no funcione la prevención en ese rectángulo entre Ludueña y Barrio Belgrano, donde tiene sus rutinas una banda delictiva burda, que merece estar tras las rejas. Pero esta lógica circular, lo sabemos, tiene raíces más profundas.