¿Esperaba el presidente Calderón una reacción tan brutal de las mafias?
¿Sospechaba que el narcotráfico estuviera equipado con un armamento tan mortífero y un sistema de
comunicaciones tan avanzado que le permitiera contraatacar con tanta eficacia a las Fuerzas
Armadas? Respondió que nadie podía haber previsto semejante desarrollo de la capacidad bélica de
los narcos. Estos iban siendo golpeados, pero, había que aceptarlo, la guerra duraría y en el
camino quedarían por desgracia muchas víctimas.
Esta política de Felipe Calderón que, al comienzo, fue popular, ha ido perdiendo
respaldo a medida que las ciudades mexicanas se llenaban de muertos y heridos, y la violencia
alcanzaba indescriptibles manifestaciones de horror. Desde entonces, las críticas han aumentado y
las encuestas de opinión indican que ahora una mayoría de mexicanos es pesimista y condena esta
guerra.
Los argumentos de los críticos son, principalmente, los siguientes: no se
declaran guerras que no se pueden ganar. El resultado de movilizar al Ejército en un tipo de
contienda para la que no ha sido preparado tendrá el efecto perverso de contaminar a las Fuerzas
Armadas con la corrupción y dará a los cárteles la posibilidad de instrumentalizar también a los
militares para sus fines. Al narcotráfico no se le debe enfrentar de manera abierta y a plena luz,
como a un país enemigo: hay que combatirlo como él actúa, en las sombras, con cuerpos de seguridad
sigilosos y especializados, lo que es tarea policial.
Muchos de estos críticos no dicen lo que de veras piensan, porque se trata de
algo indecible: que es absurdo declarar una guerra que los cárteles de la droga ya ganaron. Que
ellos están aquí para quedarse. Que, no importa cuántos capos y forajidos caigan muertos o presos
ni cuántos alijos de cocaína se capturen, la situación sólo empeorará. A los narcos caídos los
reemplazarán otros, más jóvenes, más poderosos, mejor armados, más numerosos, que mantendrán
operativa una industria que no ha hecho más que extenderse sin que los reveses que recibe la hieran
de manera significativa.
Esta verdad vale no sólo para México sino para buena parte de Latinoamérica. En
algunos, como en Colombia, Bolivia y Perú, avanza a ojos vista y en otros, como Chile y Uruguay, de
manera más lenta. Pero se trata de un proceso irresistible que, pese a las vertiginosas sumas de
recursos y esfuerzos que se invierten en combatirlo, sigue allí, vigoroso, adaptándose a las nuevas
circunstancias, sorteando los obstáculos que se le oponen con una rapidez notable, y sirviéndose de
las nuevas tecnologías como lo hacen las más desarrolladas transnacionales del mundo.
El problema no es policial sino económico. Hay un mercado para las drogas que
crece de manera imparable, tanto en los países desarrollados como en los subdesarrollados. Las
victorias que la lucha contra las drogas pueden mostrar son insignificantes comparadas con el
número de consumidores en los cinco continentes. Y afecta a todas las clases sociales. Los efectos
son tan dañinos en la salud como en las instituciones. Y a las democracias del Tercer Mundo, como
un cáncer, las va minando.
¿No hay, pues, solución? ¿Estamos condenados a vivir más tarde o más temprano,
con narco-Estados como el que ha querido impedir el presidente Felipe Calderón? La hay. Consiste en
descriminalizar el consumo de drogas mediante un acuerdo de países consumidores y países
productores, tal como viene sosteniendo un buen número de juristas, profesores, sociólogos y
científicos en muchos países del mundo sin ser escuchados. En febrero de 2009, una Comisión sobre
Drogas y Democracia creada por tres ex presidentes, Fernando Henrique Cardoso, César Gaviria y
Ernesto Zedillo, propuso la descriminalización de la marihuana y una política que privilegie la
prevención sobre la represión.
La legalización entraña peligros, desde luego. Y, por eso, debe ser acompañada
de un redireccionamiento de las enormes sumas que hoy día se invierten en la represión,
destinándolas a campañas educativas y políticas de rehabilitación e información como las que, en lo
relativo al tabaco, han dado tan buenos resultados.
El argumento según el cual la legalización atizaría el consumo como un incendio,
sobre todo entre los jóvenes y niños, es válido, sin duda. Pero lo probable es que se trate de un
fenómeno pasajero y contenible si se lo contrarresta con campañas de prevención. De hecho, en
países como Holanda, donde se han dado pasos permisivos en el consumo de drogas, el incremento ha
sido fugaz y luego se ha estabilizado. En Portugal el consumo disminuyó después que se
descriminalizara la posesión de drogas para uso personal.
¿Por qué los gobiernos, que día a día comprueban lo costosa e inútil que es la
política represiva, se niegan a considerar la descriminalización y a hacer estudios con
participación de científicos, trabajadores sociales, jueces y agencias especializadas sobre los
logros y consecuencias que ella traería? Porque, como lo explicó hace veinte años Milton Friedman,
intereses poderosos lo impiden. No sólo quienes se oponen a ella por razones de principio. El
obstáculo mayor son los organismos y personas que viven de la represión de las drogas, y que, como
es natural, defienden con uñas y dientes su fuente de trabajo. No son razones éticas, religiosas o
políticas, sino el crudo interés el obstáculo mayor para acabar con la arrolladora criminalidad
asociada al narcotráfico, la mayor amenaza para la democracia en América Latina.
Lo que ocurre en México es trágico y anuncia lo que empezarán a vivir tarde o
temprano los países que se empeñen en librar una guerra ya perdida contra ese otro Estado que ha
ido surgiendo delante de nuestras narices sin que quisiéramos verlo.