La falta de escrupulosidad de cierta parte de la dirigencia argentina ha obtenido su consagración con postgrado en el caso de Santiago Maldonado. Parece que para muchos, ni la vida (ni la muerte) es un límite ante el que detenerse para jugar con la política.
Flota sobre esta realidad un fenómeno perverso que implica tener que explicar lo obvio. En nuestro país, como peligroso síntoma de la abdicación de la razón de estos tiempos, hay que explicar lo obvio. Estamos a un paso de tener que justificar que el agua moja. Y en ese conjunto de obviedades, lo único que importa como indiscutible es que Santiago Maldonado no aparece. El clamor "¿dónde está Santiago?", es genuino, noble, justo y necesario. Eso debería preocuparnos y unirnos, sin condiciones, como uno lo hace frente a un temor fundado.
Lo que se ha derivado de esta obviedad, lamentablemente, ha sido como media general, penoso. Desde el gobierno, desde la justicia y desde la oposición.
El gobierno nacional falló de movida al no darle la envergadura de importancia al tema. Ahora arguye, con verdad parcial, que la investigación corre por cuenta de la justicia. Es cierto. Y conviene adelantarse diciendo que el Poder Judicial en esta particular sufre la crítica que merece toda la estructura: no está a la altura. Pero el Poder Ejecutivo nacional bien pudo reaccionar como lo hizo la gobernadora de Buenos Aires en casos análogos. Cuando hace horas se atentó contra dos ministros de ella, María Eugenia Vidal separó de inmediato a los responsables directos de la seguridad del caso y se puso a disposición de la justicia. Un acto formal de enorme trascendencia sustancial.
El ministerio de Patricia Bullrich titubeó respecto de qué hacer con su propio jefe de Gabinete que estaba en el lugar y con los jefes del operativo. El Estado estaba en el lugar, y de ahí la gravedad de este tartamudeo político. Si se lo hizo porque creyó que el caso no escalaría, es grave. Si porque no cree que ante la duda, debe proceder quitando del medio a eventuales (dice eventuales) responsables, lo es más.
La labor de la justicia del lugar es incomprensiblemente inútil. El juez federal Guido Otranto, a quien no se le conoce ni la voz ni su criterio, delegó en la fiscal la investigación y dejó pasar como si nada un mes de tiempo desde la desaparición de Maldonado. Claro que tiene facultad legal para pedirle a la fiscal que instruya la causa. Pero no puede permanecer impávido ante el no resultado concreto de la misma en una causa de conmoción social propia del strepitus fori. La representante de la sociedad, del Ministerio Público, Silvina Avila, es una fiscal subrogante. Es la suplente. La titular del despacho pidió un traslado a La Rioja, nadie sabe porqué.
En 30 días de investigación, no se consiguió una prueba científica concreta, no se reclamó la constitución de un equipo especial (la procuradora Gils Carbó lo terminó decidiendo hace menos de una semana) ni se pidió refuerzo personal para ayudar en la tarea. La doctora Avila le imprimió a la causa Maldonado el mismo empeño que a un robo en un lugar de competencia federal. Leer sus 7 fojas de dictamen previo, al que este cronista accedió, permite una sola conclusión: no tengo idea de qué pasó ni hipótesis preferida o certera.
Aquí reside el problema central del caso. En una república, cuando se produce un hecho contrario a la ley, el que investiga es el Poder Judicial. Es un disparate pedirle al Poder Ejecutivo que acelere la investigación. Va en contra de la división de poderes. Los que así lo hacen, ignoran o se ponen mezquinos jugando a mostrar torpe a un gobierno que, desde este punto, no debe actuar. Mauricio Macri, Patricia Bullrich o quien sea de esa administración, no deben comandar la búsqueda de Maldonado. Lo debe hacer la fiscal y el juez, exigiendo al gobierno la colaboración de las fuerzas de seguridad, garantizando la libertad de analizar criminalmente incluso a ese mismo gobierno.
Por eso, las voces de la oposición y de los que se ubican contrarios a Cambiemos suenan en su mayoría inexplicables. Y esto incluye a algunos aprovechadores de alta jerarquía y a los que creen que las piedras para los que piensan distinto son el modo de ser más democráticos. Por los primeros hay que leer: "Camino hasta el banco donde estaba rezando la ex presidente, la miro fijo a los ojos y le digo: soy la mama de Tatiana Pontiroli fallecida en la tragedia de Once. Me contesta: ya me dijo Gustavo. Usted es una asesina, le dije, pide por la vida de Maldonado y nunca se hizo cargo de la masacre que causó a 52 inocentes. Los guardaespaldas se me acercan y les digo que se queden tranquilos, que yo ya me iba, que la que tenía que rezar era la señora, no yo". Esto escribió Mónica Bottega, la mamá de Tatiana, una de las víctimas de la tragedia ferroviaria de Once que abordó a Cristina Kirchner en una misa por el joven desaparecido. Su enorme valor y claridad, nos eximen de más comentarios.
La manifestación callejera en todo el país del viernes por la aparición de Maldonado fue, no sólo impactante, sino saludable. Como lo fue la ciudadanía en las calles ante el fallo del 2 x 1 para los represores de la Corte Suprema. Pero, y otra vez a explicar lo obvio, los piedrazos, bombas molotov, agresiones en contra de la ley para defender la ley no tienen nada que ver. Punto. Es delirio revolucionario o falta de escrúpulos de hacer caja política propia sin límites.
Lejos de esto, pero emparentado con la mezquindad, es ver a sustentadores de la gestión K, algunos intelectuales, músicos y cantantes (algunos a quienes vimos en las calles rosarinas en sus inicios) rasgarse las vestiduras pidiendo renuncias, apartamientos o guillotinas dialécticas. ¿Son los mismos que creyeron que preguntar por el general César Milani en el Ejército o por cientos de organismos de derechos humanos no obsecuentes con el gobierno que no eran recibidos por la entonces presidente, era desestabilizar o agredir a la mandataria? ¿Se ubican en el mismo pensamiento que la dirigente que cree que Maldonado vale porque era un militante y el Jorge Julio López no porque era un mero empleado?
La ausencia de escrúpulos no se cura con el discurso de izquierda para la tribuna. Y el discurso de izquierda no blanquea el proceder concreto, sin límites ni memoria, de la peor derecha autoritaria que lo tuvo, a pesar de invocar inexistentes revoluciones.