La cuarentena genera necesidades insospechadas. Están los que se desesperan por estar comunicados y se suben a cada red social que anda dando vueltas por ahí y dan rienda suelta a su incontenible impulso verbal, también los que la viven como si fuera el fin del mundo de una película apocalíptica de ciencia ficción y llenan las alacenas con todo lo que pueden comprar que, con los precios de hoy, no es mucho.
A los artistas les pega distinto, sufren el encierro como cualquier hijo de vecino, siguen con avidez las noticias, limpian obsesivamente hasta el rincón más recóndito de la casa, agotan el catálogo de series de Netflix y cuanto servicio de streaming que tengan a mano y, cada noche, aplauden a rabiar al personal médico desde el balcón. Pero, como no pueden con su genio, también hacen arte. Cantan, pintan, escriben y bailan.
Lo hacen con naturalidad, belleza, estilo, y es lógico que así sea, lo llevan en la sangre. Arrancaron los cantantes, que a los dos minutos de que el presidente Alberto Fernández anunció el aislamiento social preventivo y obligatorio ya tenían los primeros síntomas de abstinencia del escenario, y desde sus casas ofrecieron momentos hermosos a todo aquel que quisiera y pudiera ponerle “play” (en realidad, “on”) a su música.
Encerrados en sus casas, músicos, artistas plásticos, bailarines, escritores canalizaron su impulso creador a través de las redes sociales.
Lo hicieron las mega estrellas planetarias, como Sting que cuando la pandemia explotó en Nueva York grabó una versión delicadísima de “Don’t Stand so Close to Me” junto a Jimmy Fallon, pero también los créditos locales que, sin tanta parafernalia, se las ingeniaron para mostrar lo suyo, y llegar al corazón del público, o sería más correcto decir, de sus fans porque las actuaciones llegaron lejos a través, sobre todo, de Instagram.
Así fue como Juan Carlos Baglietto junto a su banda, cada uno en su casa, vía la app del momento Acapella, y prodigó una versión intensa de “El témpano”, el clásico de la Trova que escribió allá lejos y hace tiempo Adrián Abonizio. Lo más lindo de la actuación es la creatividad de Julián, su hijo, que hizo la percusión del tema con ollas y sartenes en la cocina de su casa, porque la batería le quedó en el estudio.
Los otros, los que no salen en la tapa de los suplementos de espectáculos ni tiene la suerte de que Gerardo Rozín los invite a “La peña de morfi”, también cantaron, pintaron, escribieron, bailaron, y lo hicieron como si en eso les fuera la vida. En la pequeña aldea, los Degradé regalaron un show intimista, a pantalla dividida, con un sonido súper pro y versiones de temas que ponían la piel de gallina. La de “Wilqui”, sobre todo.
Fue conmovedor como los artistas rosarino, todos, aquí, allá, en todas partes, se las ingeniaron para seguir haciendo arte. Dario Sigismondo, desde su atelier en el corazón de El Borne, en una Barcelona triste, solitaria y final, recreaba la soledad del barrio que lo acogió cuando desembarcó en la vieja Europa con trazos gruesos y precisos, rodeado por ese silencio extraño, ajeno, inesperado en el que sumió al mundo el coronavirus.
Acá nomás, en la calma paz del noveno piso de un departamento con vista al río, Yamile Baidón, cantante, pianista, pero más que nada un alma sensible, estrujó al máximo las posibilidades que le dio la tecnología y grabó duetos, cuartetos, coros de ángeles, con músicos que, como ella, están guardados en casa desde el primer día de la cuarentena. La versión de “Quedándote o yéndote” del Flaco Spinetta que grabó para el 24 de marzó llegó al cielo.
Las chicas de The Jazz Club cumplieron una de las performances más inspiradoras. Bajo la dirección atenta de su directora Verónica Mensegues y con Lorena Concari, la directora del elenco de danza clásica del Instituto Isabel Taboga, interpretaron una versión “cuarentenesca” de “Come Together” de los Beatles. Cada una grabó su parte en casa, con el celular, y Samantha Sturla las juntó en una edición deliciosa. Arte puro.
Hubo más, mucho más. Fito Páez con los rulos en cumbia y un batón celeste pálido, jugando con el piano como a él le gusta y tan bien sabe, los chicos del Colón tocando el Himno Nacional vía Zoom y calando cada parte hasta los huesos. Y hasta Pablo Granados, que dejó la máscara de payaso en un cajón, y tocó a pedido de los fans clásicos del rock nacional, cada noche, hasta que se puso el sol.