El miércoles 8 de abril pasado concurrí a la basílica San José, de San Martín y
Cochabamba, a escuchar un concierto de Semana Santa con el que el Coro Estable, el Conjunto Pro
Música y la Orquesta Sinfónica Provincial de Rosario homenajeaban a cuatro enormes figuras de la
música universal: Purcell, Haendel, Haydn y Mendelssohn, compositores todos de cuyo nacimiento o
muerte se cumplen este año no menos de dos centurias.
Pero poco antes de comenzar la actuación, una joven repartió unos volantes que
casi todos agradecimos complacidos, tomándolos por un complemento del programa, cuyo texto "rezaba"
–y nunca resultó más oportuna la extensión significativa del término– como sigue:
"Hernández Larguía ha realizado recientemente declaraciones en contra de nuestra Santa Madre
Iglesia y del papa Benedicto XVI en el diario La Capital… ¿Qué clase de católicos somos que
no reaccionamos y lo venimos a aclamar? No podemos permitir que la casa de Dios siga siendo
profanada de esta manera, abriéndoles las puertas de par en par a aquellos que se declaran como sus
enemigos. ¡Viva la Iglesia Católica! ¡Viva el papa Benedicto XVI!".
No por escueto y de pequeño formato, el libelo resulta menos significativo, y
hay que advertir que "peca" –esto es: que se equivoca– en varias de sus
consideraciones.
En primer lugar, creo que si nos reunimos allí, no fue para "aclamar" a Cristián
–cuyo talento, musicalidad y versación en la materia han sido ya harto reconocidos–,
sino para disfrutar de una "comunión espiritual", tan legítima como la que se obtiene por medio de
la eucaristía, y que es la que prodiga, sin discriminaciones, la música. (La familiaridad con las
"aclamaciones", tal vez provenga de los estallidos de júbilo que despierta entre sus seguidores el
propio Benedicto XVI –uno de los pocos monarcas absolutos que perviven en el planeta–,
cuando se muestra en público con las enjoyadas mitras y las estolas recamadas en oro a las que
parece ser tan afecto, las que –al igual que la silla gestatoria y los míticos "flabelos",
que por fortuna no fueron repuestos–, se encuentran a años luz de la prístina simplicidad
evangélica).
El segundo "pecado" que comete el libelo –sigo empleando el término pecado
en su acepción griega, de "errar en el blanco"–, es instar a los católicos a abroquelarse en
la "casa de Dios", no "abriéndoles las puertas de par en par a aquellos que se declaran como sus
enemigos".
Las objeciones que se me ocurren son dos: primero, no me imagino a Dios tan
limitado como para vivir "en una casa" –en realidad me resulta mucho más grato y
tranquilizador imaginar que Dios habita por igual en mi hígado, en el sistema nervioso de una abeja
y en la constelación de Andrómeda–, y segundo, en el supuesto caso de que Dios acepte residir
en algún espacio acotado que el hombre le asigne –como Apolo en Delfos, por ejemplo–,
si algo proclamó el templo católico a lo largo de la historia fue su caritativa condición de asilo,
aun para los malhechores más detestables, y no de fortaleza exclusiva para los partidarios de Dios
–y del Papa, naturalmente–.
A esto cabría agregar que, a juzgar por la letra de las Escrituras, las gentes
que Jesús consideró indignas de cobijarse en el templo, no fueron los "buscadores de la verdad":
"la verdad –anota Krishnamurti–, al ser ilimitada, incondicionada, inabordable por
ningún camino, no puede ser organizada; ni puede formarse organización alguna para conducir o
forzar a la gente por algún sendero particular".
Los indeseables a los que Jesús arrojó violentamente del templo fueron los
mercaderes que "vendían y compraban", por lo que "trastornó las mesas de los cambistas, y las
sillas de los que vendían palomas" (Mateo 21: 12).
¿Cómo no adherir, entonces, a la justa indignación de Cristián, cuando denuncia
que la Iglesia traba en Nueva York la implantación de un instrumento legal que pondría nuevamente
sobre el tapete los demorados juicios por corrupción de menores, sólo por el perjuicio económico
que ello le traería aparejado a las arcas del Vaticano?
Es como si la célebre respuesta: "Pagad pues a César lo que es de César, y a
Dios lo que es de Dios" (Mateo 22: 21) hubiese sido vergonzosamente bastardeada, y hoy los
intereses de Dios y de César se confundiesen en un amasijo único, indiscriminado y ominoso.
Pero la velada del miércoles 8 de abril en la bella basílica de San José, tuvo
–al menos para mí– otros ribetes anecdóticos.
Pasado el mal trago del pequeño libelo fundamentalista, la música se alzó como
un sublime tributo a "algún orden superior" –que nuestra mente limitada no puede ni siquiera
vislumbrar, por supuesto–, todo ello matizado por los ahogados chillidos de unos niñitos que
se revolcaban en el pasillo central, el sonoro beso que una jovencita de capacidad diferente le
propinó a la señora que tenía sentada a su lado, y "la llama artificial" que ardía –es una
manera de decir– a la izquierda del altar.
En efecto, junto al enigmático monograma de Cristo –que cautiva con su
hermetismo–, y sobre un sagrario de bronce dorado que refulgía como un ascua, en un brasero
"de mentira", oscilaba, siempre igual a sí misma, una llama fingida a la que, según presumo, un
oculto ventilador le transmitía movimiento.
No quiero ser demasiado sarcástico, y doy por sentado que la implementación del
engendro estuvo guiada por la más absoluta buena fe: razones de comodidad y de higiene quizá, y
hasta de seguridad, para conjurar la posibilidad de un incendio, en un recinto profusamente
decorado con colgaduras rojas de impecable buen gusto.
Pero, ¿qué hubieran dicho las vestales romanas, si el fuego sagrado de Vesta
hubiese sido reemplazado por un trapito teñido de púrpura, al que algún rudimentario mecanismo
secreto le imprimiese un zarandeo ininterrumpido, día y noche?
Señores: símbolos son símbolos. Y debo confesar que las hostias de plástico
incrementan mi dispepsia.