“Hay que ser y parecer”. El suegro, incansable, repetía la frase como un mantra cada vez que podía, que venía a cuento, podían estar hablando de política, fútbol o la cuadratura del círculo. Cualquier excusa era buena para taladrarle la cabeza al novio de su hija, que le caía mal por ser el novio de su hija, pero más por la seguridad con que se manejaba en la vida y lo bien que le iba siendo así, auténtico, idéntico a sí mismo. Sin caretearla.
Lo decía con voz pausada, a veces con tono grave, otras como al pasar, como si evitando el énfasis la idea pudiera deslizarse subrepticiamente en lo profundo de la mente de su hijo político, sin que se diera cuenta, sin que pudiera resistirse. Había probado hacerlo con energía, la mirada severa, la entonación prusiana, los músculos tensos, como les explicaba a los alumnos de la cátedra, pero el método no le había dado resultado.
El muchacho, díscolo, rebelde, no entraba en razones, hacía lo que quería y cómo quería, sin medir las consecuencias, sin cuidar las formas, y eso que era lo que más le pesaba. Él, que vestía trajes a medida, tela italiana, corte a la moda, corbatas de seda y zapatos relucientes aun cuando pisaba el barro de las caballerizas del Jockey Club. Él, que medía las gestos, las palabras, con la precisión de un diplomático destinado a la franja de Gaza.
Más allá de la eterna discusión entre forma y fondo, que ha empujado al duelo a primera sangre a artistas de toda laya, el buen hombre tenía razón: cuando se actúa con convicción no está demás ser y parecer, dar el ejemplo. Todo lo contrario, es indispensable, más para aquellos que predican desde el púlpito, no sea cosa que por sus mentiras un rayo termine partiéndolos al medio. Pero eso no pasa, al menos no en el planeta mediático.
Este es un momento crucial de la pandemia, no hace falta decirlo: faltan camas críticas, los médicos están agotados, las vacunas llegan en cuentagotas y todo en medio de una segunda ola feroz, una crisis económica profunda y un escepticismo desesperante. Por mucho que se insiste, los protocolos para evitar contagios apenas se cumplen, se multiplican los casos, las muertes, el dolor y la Argentina, como si nada.
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En el medio de la catástrofe, Tinelli volvió a la televisión. Lo hizo, como a él le gusta decir, con un gran show, bailarines, humoristas, cantantes, acróbatas, mediáticos, una troupe enorme y variada que sería la envidia del circo Sarrasani. Todo muy lindo, claro, si no fuera porque “La Academia 2021” se estrenó en plena pandemia, cuando el propio presidente Alberto Fernández reconoció que su única arma contra el Covid es “reducir la circulación”.
Las redes sociales ardieron. No es medida del humor social, en absoluto. En ese sumidero de frustraciones, el rencor y la envidia, está lo peor de cada casa y el odio ni siquiera es vocacional, se paga y se paga bien. Sin embargo, quedó claro que Tinelli, por más que haya medido bien, ya no puede hacer lo que quiere, como en los 90, la era de la pizza y el champán, el humor cavernícola y el bullying disfrazado de “es una broma para VideoMatch”.
En Twitter, donde fue tendencia, en los grupos de WhatsApp y en la puertas de las escuelas, como siempre pero con distanciamiento y barbijo, se habló del Cabezón, pero no para elogiarlo sino para cuestionar por qué le permiten que en el estudio haya más gente que en un cumpleaños de 15, una comunión o el asado del domingo. “Se nos ríen en la cara”, fue el sentimiento que atravesó a las redes y Amalia Granata expresó claramente.
Y sí, la política metió la cola, era inevitable. Las aguas están divididas, la pandemia, las clases, las vacunas y, sobre todo, las restricciones son temas de debate, y es lógico que sea así, porque después de la cuarentena eterna de 2020 se generó un malestar social que ningún intendente, gobernador ni el presidente están dispuestos a pagar en las elecciones. Es una discusión en la que están en juego la salud, la economía y los votos, y con eso no se jode.
Tinelli tuvo que salir a dar explicaciones, quién lo hubiera dicho, quién lo hubiera imaginado cuando era el “rey del rating” y los políticos en campaña se peleaban por estar en su programa aunque más no fuera en la piel de sus imitadores. Lo hizo en la nave insignia de El Trece, “Telenoche”, donde dio una entrevista exclusiva en la que aseguró que en su programa se respetan los protocolos “a rajatabla” que les impuso la “autoridad sanitaria”.
No le alcanzaba la boca, que es enorme, se acuerdan cuando se tragaba un alfajor de un bocado, para recitar un número detrás de otro como si estuviera dando la lección de Matemáticas ante la mirada severa de la señorita Lucrecia: 246 hisopados, 1.200 metros cuadrados de estudio, 32 personas por cuadro de baile y 300 personas empleadas por la productora. “Ya me hisopé cuatro veces”, enfatizó, desesperado para le crean.
Pero no se trata de creer o no creer, la pandemia no es una cuestión de fe, no es parte de la religión. Es una realidad que en Rosario, esta semana, llegó al punto crítico en el que se ocuparon todas las camas de terapia intensiva. Los médicos, que padecen el colapso sanitario en el día a día, reclaman a gritos que se profundicen las restricciones, pero la política parece no estar dispuesta a tomar la decisión de que se vuelva a fase 1.
Mientras tanto el plantel de River cuenta los contagiados de uno en uno hasta llegar a 20 y los dirigentes siguen sonriendo para la foto de la unidad que no convence a nadie. El fútbol, el entretenimiento, son la rueda mágica que no puede parar, por el negocio y porque es la única alegría que tiene hoy la gente. Lo dijo Carlitos, cuando terminó el clásico. Lo pagó Marcelo, cuando le tuvo que salir por no ser y parecer o, como aconsejaba con sabiduría meridiana el suegro, por no ser ni parecer.