La globalización entró desde los últimos 90 o inicios de los 2000 en un nuevo y mucho más potente modo de comunicar todo lo que es y todo lo que ocurre, en especial, si es del orden de lo visual. Esto abrió las puertas y ojos a un redescubrimiento del mundo ya conocido pero muy someramente hasta entonces, a través de los libros de geografía y por viejos documentales filmados en colores desvahídos. No fueron además los científicos los nuevos guías, como ocurría con esos viejos documentales, sino los chefs y los exploradores con mochila. Estas nuevas figuras inundaron los canales de cable del tipo de Discovery Channel, Nat Geo, People and Arts y tantos otros surgidos como hongos al calor de la innovación tecnológica y comunicacional. El recientemente suicidado Anthony Bourdain fue uno de los portaestandartes de este movimiento de redescubrimiento del mundo a través de las comidas y los paisajes, geográficos y humanos. Una nueva narrativa del mundo hecha con cámaras de TV de alta definición y apuntes personales, a veces agudos, como los del avispado Bourdain, la mayoría de las veces simples y toscos comentarios de viaje de muchachos más calificados para trepar montañas que para describir el mundo. Este nuevo modo de mostrar y narrar rediseñó el imaginario occidental de lo "exótico", desde la Amazonia al Magreb, desde Bali a la Patagonia. Pero con el paso de los años la fórmula se repitió demasiado y hoy parece agotada. La muerte de Bourdain puede deberse —mínimamente, claro— a una crisis personal que se vincule a este estancamiento. Al cansancio de repetir en 2018 una fórmula que él inauguró luego de ganar notoriedad en la prensa gráfica de Nueva York en el lejano 1999. Fórmula que era novedosa y fresca en los primeros años 2000, pero que casi 20 años después se agota por repetición y no encuentra reemplazo eficaz. Y lo mismo, pero sin la desmedida tragedia del chef de Manhattan, debe ocurrir con los que trabajan detrás de cámara. Imagínese al productor de ese tipo de programas encarando una nueva temporada: "A ver, ¿qué tal Tánger?
—No, no, ya la gastamos, fuimos tres veces en 10 años!
—Uf, y al sur de Marruecos que hay?
Palabra (y Twitter) de Milei
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—Nada, después del Sahara está el Sahel, muy pobre, demasiado para nuestro público. Todos quieren color étnico, pero no miseria. Eso agobia, hace escapar al espectador. Ecologismo y novedad visual sí, pobreza africana real, no".
"El redescubrimiento del mundo no tuvo como guías a los científicos, como en viejos documentales, sino a chefs y exploradores con mochila"
Es que el planeta, después de todo, es siempre el mismo. El 70 por ciento de su superficie, como se sabe, es agua marina, y los tipos humanos y culturales tampoco pueden inventarse en una productora de TV. Son básicamente los mismos desde hace siglos o milenios. Y como dice ese imaginario productor, no todos son fotogénicos ni "cool" para el espectador occidental o de gusto occidentalizado. Lo mismo vale para el nuevo viajero, ese joven o no tan joven con mochila y celular que va de hostel en hostel por todos los continentes.
En este estado de cansancio de tanto mirarse a sí misma se halla la globalización espectacularizada e histriónica de 2018. Y es en este momento de cansancio y repetición de una fórmula ya gastada de su súper aparato de comunicación y multiplicación de imágenes que la globalización halla un auxilio, una muleta apenas temporaria: el Mundial. Dentro de este "paquete" de agonismo deportivo se desarrolla el melodrama argentino favorito. Campea a gusto la retórica del fracaso nacional, tan propia de una sociedad que bajó 60 puestos en el ránking de riqueza per capita en pocas décadas, y se regodea, neurótica, con la mala performance de la Selección. Eso también es parte de la globalización que se mira y reproduce a sí misma sin cesar. Y así, por unas semanas, el hartazgo pasa.