El atentado en el que murieron cinco turistas rosarinos en Nueva York nos recordó que no estamos exentos de los estragos del terrorismo religioso. Desde la distancia nos salpicó ese horror que con demasiada frecuencia se padece en otros países. Lo primero que sentimos fue la conmoción frente a la muerte, que siempre es injusta e inoportuna, pero más aún cuando se anticipa por el arrebato de irracionalidad de un extraño. Después apareció el miedo. El golpe no se agota en las vidas que fulmina, sino que sabotea la tranquilidad pública; consigue que detrás de cada esquina aceche la posibilidad de una muerte brutal y prematura, la propia o la de nuestros afectos. Se instala la idea de que ya no hay lugar en el mundo en donde podamos estar seguros: el terror cumplió su cometido.
Por desgracia estas sensaciones no son nuevas para nosotros. Durante el siglo pasado Latinoamérica estuvo marcada tanto por la violencia de los atentados y crimenes cometidos por el terrorismo con motivaciones políticas, como por la degradación moral y jurídica que significó el terrorismo de Estado. Nuestro país no fue la excepción y, sumado a esto, vivenció en carne propia el terrorismo religioso, con los atentados a la Amia y a la embajada de Israel. Esas heridas aún están abiertas y anotan otro capítulo en la historia de la impunidad argentina.
En la actualidad, el gastado argumento de la guerra santa motiva una nueva ola de extremismo islámico que tiene en vilo al mundo entero. En la lógica terrorista todos somos merecedores de ese odio extremo que lleva a un fanático a inmolarse contra la vida de los demás. No se trata de una guerra entre bandos opuestos, sino de grupos que pretenden imponer sus formas de vida personal y organización estatal y destruir a cualquiera que se aparte de ellas. No importa la nacionalidad, religión u orientación política de las víctimas; de hecho, la gran mayoría de los ataques están dirigidos contra musulmanes. Los principios de los fundamentalistas derivan de una interpretación sesgada del Corán, a la que consideran verdadera y única. En su macabra intolerancia están dispuestos a sacrificar sus propias vidas porque entienden que a aquellos que se enfrentan a la muerte mientras cumplen la voluntad de Alá les espera un lugar de privilegio en el paraíso.
Uno podría comprender que estas aberraciones se gesten en comunidades oprimidas por el yugo del integrismo religioso, sin acceso a la cultura y a la información, pero cómo explicar que esté sucediendo en el seno del mundo libre y democrático. Varios de los últimos atentados ocurridos en Europa y Estados Unidos fueron perpetrados por sujetos nacidos y criados en las mismas tierras que luego cubrieron de sangre. El terrorismo de exportación de Al Qaeda fue reemplazado por los lobos solitarios del EI (Dáesh), seducidos por la propaganda fundamentalista sin moverse de sus casas. Los ataques se han vuelto rudimentarios y se cometen sin el apoyo de estructuras terroristas, lo que los vuelve prácticamente imposibles de prevenir. Ni los organismos de inteligencia de las más retorcidas dictaduras orwellianas serían capaces de impedir que de un día para el otro, alguien que jamás tuvo contacto con ninguna célula terrorista, tome un cuchillo de su cocina o se suba a su vehículo particular y salga a matar a mansalva en nombre de un dios que descubrió por Internet.
Por supuesto que los atentados no buscan convencer, sino dañar a los enemigos de la religión por medio de golpes espectaculares para que los demás extremistas dispersos por el mundo los recojan como victorias y mensajes de aliento. Pero, además, aspiran a deslegitimar y desestabilizar al resto de los sistemas, cada vez que fracasan en garantizar la seguridad de sus habitantes. La impotencia y el clamor popular conducen a que los gobiernos caigan en políticas de seguridad carentes de sentido, muchas veces represivas y xenófobas, que lejos de cumplir con sus pretendidos fines provocan que los pueblos se enemisten y dañen entre sí. Así, le hacen juego al terrorismo que festeja cualquier enfrentamiento porque, como sucede en casi todo delirio utópico, también para ellos la violencia funciona como motor de la historia.
La realidad es que aún nos espera más horror. En el corto plazo nuevos ataques terroristas van a ocurrir, pero no podemos permitir que el miedo nos haga caer en la irracionalidad. Para combatir al extremismo religioso de nada sirven las restricciones migratorias porque lo que viajan son las ideas, que no conocen de visas, ni de fronteras. Los muros pueden detener a las personas, pero no evitan que esas retorcidas ideologías se propaguen por todos los rincones de este mundo hiperconectado y se instalen en las mentes de aquellos que no tienen los anticuerpos necesarios para repelerlas. Allí donde priman la ignorancia y la exclusión es donde más prende el fanatismo religioso, porque ofrece una solución divina a quienes no pueden soportar su miseria terrenal.
La guerra contra el terrorismo no se da sólo en los territorios donde se pretende instalar el califato islámico, es una batalla moral y cultural que compromete a toda la humanidad y nuestro país no puede considerarse ajeno al problema. Es fundamental terminar con el desconocimiento y falta de empatía respecto de otras culturas, que nos llevan a recluirnos en nosotros mismos y rechazar todo aquello que consideramos extraño. Y, al mismo tiempo, debemos ser intransigentes frente a aquellas prácticas e ideas que comulgan con cualquier forma de intolerancia, porque ahí es donde incuban el odio y el miedo que, tarde o temprano, explotan en violencia.
Agustín Genera