Una mañana luminosa, un inspector de tránsito que iba en moto invadió la bicisenda en Pellegrini, casi llegando a Necochea, apenas después de sobrepasarme, y después giró a la izquierda pese a que el semáforo estaba en rojo. Me dio un buen susto y me dejó con bronca: iba tan rápido que no pude registrar ni la patente ni el número de su patrulla, para poder reportarlo.
Otro día, mientras avanzaba por Oroño, donde no hay bicisendas, sucedió algo aún más insólito: iba hacia el río y en la esquina de Brown paré porque el semáforo estaba en rojo. Detrás venía otro ciclista, que pasó como si nada entre mi bicicleta y un auto estacionado y me dedicó un insulto: "¡Pasá, boludo!".
Recorro la ciudad en bicicleta y veo de todo: que las calles no tienen espacio para más vehículos, que la gente va apurada y es muy intolerante, que cualquier incidente, por menor que sea, puede derivar en situaciones impensadas, que no observamos las normas, que no nos cuidamos ni cuidamos al otro.
A los automovilistas (a muchos, ¿a la mayoría?) les cuesta respetar a los ciclistas, pero a los ciclistas (a muchos, a demasiados) les cuesta casi lo mismo respetar los semáforos y, lo que es peor, a los peatones (hay peatones que tampoco respetan a los ciclistas). Hay mucha anomia en la calle, y una tensión exagerada.
También hay de sobra eso que, acaso incorrectamente, llamamos locura. Registro infinidad de pequeñas situaciones en las que es imposible prever qué sucederá y cómo terminará. Hay irresponsabilidad, irracionalidad y un individualismo cada vez más extremo. Lo que mostramos en la calle, mayoritariamente, es que el otro no nos importa. Importo yo, y los demás que se arreglen.
Ayer vi uno de esos actos de auténtica locura. Iba en mi bicicleta por Pellegrini a la altura del 1600. A mitad de cuadra se cruzó un operario de la empresa Clean City, que recoge residuos en los restoranes. El muchacho empujaba el contenedor plástico que acababa de vaciar en el camión Nº 3 esa empresa. Sorprendido por la maniobra, el conductor de un auto que circulaba a mi lado le tocó bocina. Entonces el operario giró abruptamente y amagó con cruzarle el contenedor. El automovilista clavó los frenos y dio un volantazo, mientras el recolector reía con ironía, volvía a lo suyo, cruzaba el cantero de la avenida y repetía la peligrosa maniobra de atravesar la calzada a mitad de cuadra.
Me pareció un episodio grave, aunque es seguro que hoy, cuando salga a pedalear, veré otro igual o incluso más serio. Puedo apostarlo.