Admitido el siempre latente riesgo de incurrir en el reduccionismo de las
clasificaciones, cabe afirmar que la filosofía política contemporánea se organiza en torno a dos
orientaciones dominantes. La primera, concibe a las democracias como el espacio de suturación
progresiva y tendencial de los antagonismos que la habitan, suponiendo que el esmerado
aprovechamiento de sus mecanismos institucionales permitirá apaciguar desestabilizantes colisiones
de intereses.
La empecinada puja sectorial permanece como malentendido o extravío, pues no
logra advertir que su perpetuación desbocada en el tiempo culmina desangrando cualquier aspiración
de convivencia civilizada. Será entonces el ejercicio insistente y cotidiano de los rituales que
emanan de la ley, el mejor reaseguro para que la facciosa lucha en defensa de lo propio devenga en
un intercambio de pareceres donde el resultado consensuado enriquezca durablemente los ajetreados
regímenes políticos. La necedad del reclamo corporativo, la obsesión jacobina por tensionar el
campo de las transformaciones posibles o la cerrazón que impide advertir la cuota de verdad que el
contendiente de turno también posee, serán finalmente encauzadas tras el formato de un pacto donde
lo que cada uno resigna termina redundando en un sosegado beneficio colectivo. Reposa así el
conflicto, en tanto amenaza que puede desembocar en la anarquía de la regla o en el despotismo de
quien supone administrar la certeza a la que sólo cabe someterse.
La segunda, postula a la vida democrática como el escenario en el cual se
despliegan discrepancias en un punto incomunicables. Las contiendas por el excedente material o las
hegemonías axiológicas no pueden pensarse como atavismos a ser exonerados o torpezas a ser
reconducidas, sino como la inerradicable expresión de un pluralismo social en constante ebullición.
La apelación al lenguaje compartido como instrumento de pacificación comunitaria deviene artificio,
pues un residuo de intocable desacuerdo es el que permite que las democracias garanticen su siempre
requerido perfeccionamiento. El entramado de buenas razones que facilitarían obtener equilibrios
entre una diversidad de grupos humanos reclamantes, será por tanto entre inconsistente y ficticio,
pues un remanente de derecho vulnerado funciona como subsuelo de una democracia que adquiere
musculatura en la medida que logra agredir a los más conservadores privilegios.
Si hay teóricos que abogan por el diálogo como señal de conjuro del desmadre
intolerante, el pensamiento del antagonismo constitutivo denuncia la futilidad de encontrar
predispuestos interlocutores en sujetos que sólo hablan desde una arraigada posición de poder que
los habilita a contestar siempre que no. El entusiasmo por el consenso tranquiliza a las
instituciones pero anestesia a los pueblos, siempre anhelantes de reparaciones pendientes que por
alguna razón no han sido escuchadas.
Sin duda la muerte embellece a los hombres. Podría no ser así, y aprovecharse un
deceso para descargar sobre el cuerpo fenecido un batería de cuentas no saldadas. Acontece
asiduamente lo contrario, siendo la desaparición física el instante donde los espíritus condolidos
se dejan llevar por la magnanimidad. Tal el caso reciente de Raúl Alfonsín, quien no sólo recogió
notables muestras de afecto popular, sino un unánime juicio de respeto por parte de la dirigencia
política y los diferentes medios de comunicación.
Ha circulado sin embargo una interpretación curiosa de su figura y su desempeño
histórico, convirtiendo al líder radical en una suerte de egregio paladín del diálogo y la sanidad
institucional. La operación fue evidente y apunta al interés de exhibir a un justipreciado
estadista como placentera contracara de la sinrazón belicosa que caracterizaría al kirchnerismo en
funciones.
Ahora bien, ¿cómo ubicar a Alfonsín en el binario esquema sinóptico apuntado más
arriba? Es un caso singular, pues se combinan allí lo que podríamos denominar una conflictividad
extrasistémica con una dialogicidad intrasistémica. Quiero decir. Alfonsín escindió drásticamente
el universo político entre quienes suscribían los valores centrales de la democracia refundada y
aquellos personajes siniestros volcados a torpedearlos, no habiendo entre ambos conciliación
posible.
La épica de una república vivificada tenía en los seguidores del ex-presidente a
sus principales baluartes, siendo que los rostros ubicados en la galería del golpismo incluían
tanto al conspirador real como al cuestionador enfático pero sincero de un curso de gobierno que no
conformaba en todos sus aspectos. Difícil entonces imaginar diálogos fructíferos entre los
defensores de un procedimentalismo liberal de cuño contractualista y los nostálgicos náufragos de
una cultura política tan ancestral como enfermiza.
El alfonsinismo resignificó una idea que nació en el siglo XIX y tendrá vigencia
interpretativa hasta nuestros días. Las tribulaciones institucionales que estremecen a la Nación
remiten a malformaciones congénitas en nuestra cultura política; desapego al gobierno de la ley que
ya había denunciado Sarmiento, fundando una tradición de lectura que recupera audibilidad al
interior del proceso político iniciado el 10 de diciembre de 1983. Esas patologías eran de algún
modo transclasistas, permeando tanto el corporativismo cerril del movimiento obrero como las
prácticas angurrientas y rapaces de una burguesía históricamente poco propensa a someter su lógica
de la ganancia al escrutinio del debate colectivo.
Aquellos perniciosos resabios tendrían remedio en la medida que prosperara la
pedagogía cívica pregonada por el doctor Alfonsín, que de la misma manera que se mostró aguerrido
con los actores de dubitativa convicción democrática, prefirió la condescendencia al momento de
suponer que el repiqueteo continuado de los procedimientos republicanos aplacaría los niveles de
conflictividad que en el pasado suscitaron desembocaduras golpistas. Imaginó para su pacto de
civismo formidables efectos. No sólo disuadiría a sujetos impertérritamente autoritarios sino que
permitiría comer, curar y educar; pariendo una inédita conjunción entre magisterio de la ley y
beneficios materiales para los huérfanos de toda justicia.
Los logros y naufragios de Alfonsín deben así ubicarse en relación a su
ambivalente manejo de la conflictividad. Fue exitoso cuando dividió aguas para edificar una
renovada fase de nuestra democracia; incurrió en un fetichismo de la norma al postular que la
dramaticidad social argentina era subsanable sin mostrarle con fiereza los dientes a los
sospechosos de siempre. Al FMI, los carapintadas o los capitanes de la industria poco los conmovía
la calidad de los argumentos o las terapias del estado de derecho.
Buen momento también para que el kirchnerismo reflexione sobre sus propias
prácticas. La belicosidad de su gestión le imprimió a la democracia un sesgo de transformación
progresista hasta entonces renuente. El funesto mundo de intereses que se articuló en la década del
90 se topó en estos años con un adversario que no pretendió disuadirlo sino imponerle condiciones.
He allí la clave de años de prosperidad y autoestima nacional que invitan al elogio.
Falla sin embargo la operatividad plena de la perspectiva agonal. Asimilar al
mero discrepante con el enemigo, cavar trincheras donde restan márgenes para el entendimiento
transformador, confundir energía con prepotencia y subestimar la complejidad de una sociedad que no
admite siempre reducirse a una contradicción fundamental, asoman como defecciones que, de no
corregirse, llevarán al gobierno a un aislamiento impropio de sus acreditados méritos.