El caso afgano es el último de una serie de fracasos en los procesos de modernización y secularización de las naciones islámicas. Es interesante centrarse en este aspecto y en los valores que pone en juego, más allá del análisis político o geopolítico de la victoria talibán.
Hay una evidente pugna de valores y al menos por ahora ganaron los valores antidemocráticos y represivos, que lograron una gran victoria el domingo 15 de agosto pasado, cuando los talibanes ingresaron en Kabul. En el caso afgano surge de manera clara y categórica el rol central que juega la religión en la implementación de estos valores represivos.
La esfera confesional, cuando es poderosa y condiciona a la política, destruye todo proceso democrático y de creación de esa trama delicada que llamamos “sociedad civil”. La religión, si se le permite dominar a la sociedad, anula toda posibilidad de una esfera independiente de valores “meramente” seculares, laicos, porque todo lo somete a la esfera divina, que a su vez es administrada por una casta clerical. Esta jerarquía de valores sobreentiende la superioridad de las creencias religiosas sobre los “meros” valores laicos, seculares, de este mundo. Ahora los talibanes están procediendo a destruir ese poco de sociedad civil que se había construido en estos 20 años de gobiernos democráticos, valiosos pese a todas sus debilidades y corrupciones.
Es posible discutir con un católico argentino y negarle la existencia de su Dios sin temer por la propia vida. Seguramente habrá momentos de tensión en esa discusión. Tal vez una amistad de años se termine, o quede dañada. Pero a nadie se le ocurre que el ateo negador del Dios cristiano esté en peligro ni remotamente. Ocurre lo mismo si la escena se traslada a Francia, Italia, o a un país protestante. Pero no se puede hacer lo mismo con un islámico. Entonces sí, el ateo estará en peligro. Y el islámico no debe ser necesariamente un talibán afgano o un fanático saudita de Al Qaeda: basta un islámico promedio de las periferias francesas o inglesas. De allí surgieron los asesinos de los periodistas de Charlie Hebdo y autores de la orgía de sangre del 15 de noviembre de 2015 en París. En esa muy hipotética discusión habría peligro mortal para el cuestionador de la existencia del Dios islámico, Alá.
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Otra imagen de un mundo perdido. Jóvenes afganas vestidas al estilo occidental, con minifaldas incluidas, pasean por Kabul en los años 60.
Esta abismal diferencia indica que en un caso, el de las sociedades occidentales, hubo un largo y difícil pero finalmente exitoso proceso de secularización y de “desmilitarización” de la mentalidad religiosa. Esta aceptó su lugar, su espacio propio en la sociedad, que existe, es relevante, pero no tiene ni remotamente el poder de veto y dominación que ostentaba hace 300 años o hace apenas un siglo (o incluso mucho menos: basta recorrer la Argentina católica y nacionalista que describe el historiador Loris Zanatta). En el caso del islámico contemporáneo, este se siente obligado a amenazar de muerte o directamente dar muerte a quien ose blasfemar y negar la existencia de su Dios. Lo mismo vale para el que cometa el delito de "apostasía", es decir, de abandono de la "verdadera religión". Mientras la apostasía es bastante común en las sociedades occidentales como la argentina, donde son legión los nacidos y crecidos en hogares católicos que no practican esta religión o que incluso han renegado de ella, en una sociedad islámica dar ese paso es impensable, porque, sencillamente lleva a la muerte (en países muy radicalizados como Afganistán o Pakistán) o al menos al ostracismo y a vivir bajo amenaza de muerte (en Egipto o Jordania, por ejemplo).
Esta intolerancia absoluta y violenta la practican los talibanes, pero también el inmigrante asesino del profesor de secundaria francés que usó las caricaturas de Mahoma para dar una clase sobre, precisamente, los valores de la democracia. Todos ellos, sean pastunes afganos y pakistaníes o un hijo de inmigrantes del Magreb en Europa, son, claramente impermeables al disenso y la discusión libre de todos los valores.
Este estadio de pluralismo y cuestionamiento solo se alcanza cuando ha prevalecido ese proceso difícil y arduo, la secularización de la sociedad. Desde hace ya varias décadas la ortodoxia islámica recuperó el dominio de la esfera pública, de lo que es “decible” en el espacio común.
La libertad de opinión, en peligro también en Occidente
Los clérigos que adoctrinan a jóvenes en las mezquitas de las periferias inglesas, francesas o españolas se han formado en esta ortodoxia teológica. Por esto, naciones centrales en la identidad laica y moderna de Occidente, como Inglaterra y Francia, ven recortado el derecho a debatir abiertamente y sin miedo los valores religiosos, porque una parte consistente de su población practica un islam “puro”, no adaptado al pluralismo y el relativismo propios de la sociedad moderna y abierta que pese a todo son (todavía) estas naciones.
Conviene recordar la ola de terror que atravesó a la sociedad francesa en las horas y días siguientes a la matanza de los periodistas y dibujantes del semanario Charlie Hebdo en enero de 2015. Ese terror volvió a repetirse, pero amplificado, meses después con los espeluznantes atentados en cadena en la región de París en noviembre del mismo año, que dejaron casi 200 muertos y un trauma colectivo indeleble.
Es clarísimo que el mundo árabe-islámico se debe aún hoy ese proceso de secularización. Lo intentó en el cenit del siglo XX. Eran los tiempos de la descolonización, proceso histórico que coincidió con la Guerra Fría. Las dos superpotencias eran modernizadoras y laicistas. La secularización lograda quedó registrada en filmaciones y fotos en blanco y negro que hoy resultan impensables. Chicas en minifalda y tacos altos que caminan por los pasillos de las universidades de Teherán, Kabul, Damasco y Bagdad. Imágenes de los años 60 y 70 que hoy deben causar envidia a las nietas de aquellas "privilegiadas". Circula por estos días un video del presidente egipcio Nasser de 1958. Comenta una reunión que tuvo con el jefe de los Hermanos Musulmanes, el gran partido islamista de Egipto. Este le exige que ordene usar el velo islámico a las egipcias. Nasser le recuerda que ni él, el jefe del partido islamista de Egipto, puede imponer esa norma en su casa, porque su hija es estudiante de medicina y se viste a la usanza occidental. El poder clerical era entonces sinónimo de atraso, ignorancia y pobreza y dado por totalmente superado. Hoy, 62 años después, ningún presidente árabe se atrevería ni remotamente a hacer un comentario similar al de Nasser ni a usar el tono burlón que usó. Ese proceso de secularización y modernización, que entonces se daba por irreversible y ya logrado, se perdió, junto con el fracaso del modelo de desarrollo económico que lo debía acompañar. La frustración económica fue el abono del resurgimiento del integrismo religioso, como se observa en el caso "de manual" que es Argelia.