Nos conocíamos del departamento de Osvaldo Bazán, especie de club social de los ochenta donde caía todo el mundo , mayoritariamente estudiantes de periodismo y bichos de la noche. En 1989 nos encontrábamos en el 10, que ahora es el 139, para ir hasta Echesortu a la radio en la que hacíamos un programa informativo de 6 a 8 de la mañana, que se llamaba Sin ir más lejos. Todos los que lo hacíamos terminamos trabajando en el diario. Mauricio hacía el panorama político tres veces por semana. A los 23 años tenía una concisión, una capacidad de contar y un manejo del tiempo que daban bronca. La radio era la AZ93, estaba en Avellaneda y San Juan. Salíamos de ahí y nos íbamos a leer los diarios al bar La Capilla.
Desde que entramos juntos al diario un mismo día de mayo del 93 pasaron casi treinta años. Nos pasamos la vida hablando de música, de fútbol, de libros, de política. No voy a poder decir que el tipo de análisis político de Mauricio era el que prefería porque lo traicionaría. Pero me gustaba su disposición y su interés en hablar con todo el mundo. La capacidad de ir al grano con las preguntas. Su vocación de leer como un poseso todo material periodístico que cayera en sus manos. Y un sentido del humor cortante que no sabía de contemplaciones.
Una vez leímos juntos una sucesión de publicaciones del periodista Esteban Schmidt en un blog que se llamaba Los trabajos prácticos. Era una entrega de ocho textos durísimos sobre miserias del oficio de una serie titulada El fin del periodismo. Sobre la deliberada y filosa ambigüedad de la palabra fin hablamos bastante entonces. Sobre si podía venirse abajo alguna vez el trabajo que hacíamos frente a la avalancha de narraciones en soportes nuevos, que no precisaban estar en un medio ni de gente con competencia en la profesión para poner algo a circular incluso con originalidad y frescura. O sobre si contar el devenir del mundo tenía un objetivo o un propósito. Me acuerdo que la coincidencia fue que no importaba responder ninguna de las dos preguntas de manera concluyente, pero sí pensar en ellas para seguir escribiendo.
Hay una primera imagen que rompió en la mente ni bien nos sacudió esta novedad abrumadora. Entrar al diario por algún momento a alguna hora a la madrugada y verlo a Maronna clavado en su escritorio del fondo de la Redacción vacía, escuchando música con grandes auriculares y tecleando como un endemoniado. Luego aparecieron sus imitaciones de Menem, de Usandizaga, de Evaristo Monti, de Marcelo Bielsa, de Cavallero, no solo con la voz deforme, también con movimientos del cuerpo de una escorpiana memoria rencorosa que en los textos, con aceptable criterio, no pasaba a mayores.
Había alguna pica presente propia de los matices que distinguen a personas que se metían distinto con los asuntos del mundo. Pero me encantaba entrar en la oficina reservada a los antiguos editorialistas que usó en los últimos años, preguntarle qué estaba leyendo, qué serie estaba mirando, en que mes se iría a Cariló. Hablar de cualquier cosa que tuviera que ver con Spinetta, con el Burro Ortega o con Oscar Messina, el prodigio de la paleta de su pueblo, el manco de Teodelina. Era de esos tipos con los que uno se pasó la vida. Lo que para las diversas formas de la hermandad, la memoria y la melancolía naciente e imparable no es un flaco fundamento.
El siempre decía que no llegaría a viejo pero que desde el cierre del Rich la longevidad tampoco tenía sentido. Decía muchas cosas, casi todas tenían alguna mota de provocación y de gracia. Como tenían sentido sus excesos, su curiosidad salvaje y sus ganas de vivir. En una de las últimas charlas había comentado su deslumbramiento por Open, el libro de memorias de André Agassi. Recién entré a la oficina donde trabajaba y estaba arriba de todo en una pila de libros. Me lo agarro Mauri. Gracias.