
Domingo 09 de Julio de 2017
En el Hospital de Niños Víctor J. Vilela, después de sortear algunos pasillos, se llega al servicio de hematología y oncología pediátrica. Hay dos grandes ventanales de aluminio pintados de blanco que dan a un patio interno. Un televisor pasa películas infantiles. Hay bancos de madera y sillas de consultorio, banderines de colores de algún cumpleaños en las paredes, mesitas pequeñas de madera con canastos llenos de objetos para jugar. Es un lugar cálido y agradable. Hoy hay pocos pacientes. Sobre la derecha, la recepción, y a continuación los consultorios y salas para tratamientos. El del doctor Juan José Di Santo es el tercero.
Di Santo es hematólogo pediatra y jefe de la unidad de trasplante de medula ósea del hospital. No viene de una familia de médicos, sin embargo, siempre quiso serlo. Nació en Rojas, un pueblo del norte de la provincia de Buenos Aires. Estudió en Rosario y después hizo su residencia de pediatría en 1999 en este mismo hospital. Allí conoció a Julia Jotoliawsky, con quien hoy comparte una tarea muy especial. Ella es jefa de oncología, en el área de tumores sólidos. Empezó en 1980 su labor como médica y se sintió cautivada por la pediatría. Después de rotar en varias especialidades, cuando terminó la facultad, quiso quedarse cerca de los chicos que necesitaban tratamientos oncológicos.
El servicio comenzó a funcionar a principios de la década del '80 y estaba a cargo de Jotoliawsky y de Amadeo Julio Rosso. Se ubicaba en la parte de atrás de la capilla del hospital. Tenía una sola enfermera como ayudante y los chicos esperaban en un patio para ser atendidos. Las condiciones eran por demás de precarias. El espacio que ocupan hoy se abrió en 1999. Cuando se mudaron ya tenían dos consultorios, más un laboratorio con una salita donde se preparaban las quimioterapias. Actualmente tienen baños individuales y todas las comodidades necesarias para el mayor confort de los pacientes oncológicos.
"El cáncer infantil tiene en el Primer Mundo una tasa de curación del 80% pero en Argentina es del 65%. No por las terapias, sino porque se llega tarde"
Según Di Santo la curación del cáncer en pediatría, en el mundo, es de un 80%, pero en la Argentina el porcentaje de pacientes infantiles que se curan es del 65%. La diferencia no tiene que ver con la calidad de los tratamientos ni con la capacitación del personal ni con las drogas que se utilizan para hacerle frente a la enfermedad. Las terapias son exactamente las mismas ya que se trabaja con protocolos internacionales. El médico explica que tiene que ver con las posibilidades de una detección precoz, una derivación oportuna y el momento del inicio de un tratamiento.
El cáncer en pediatría es todo un universo paralelo al de la mayoría de las personas. "Cuando a uno le toca meterse en esto es como si fuera otro mundo, hay veces que la gente que no lo está viviendo y sufriendo no quiere ni escuchar hablar del tema, como si el hecho de no escuchar sobre cáncer lo hiciese desaparecer. Como si no conocer nada sobre el tema los fuera a proteger", reflexiona Di Santo.
Florencia
Cuando Florencia Scharfspitz tenía 10 años comenzó a sentir un fuerte dolor en su pierna izquierda, al que su madre no le dio demasiada importancia. Unos días después recibió un pelotazo en una clase de educación física, justo en esa zona, y el dolor se tornó insoportable; sin embargo asistió por la tarde a la escuela, como todos los días. A eso de las tres no aguantó más. La maestra llamó a su mamá y decidieron llevarla a la guardia del hospital donde le hicieron una placa, y le detectaron una mancha en su fémur.
Florencia vio que sus padres se ponían serios y que el médico estaba preocupado, entonces la mandaron a hacer una biopsia. Como no había cama pasaron el estudio para el otro día. "Si no me equivoco fue el 12 de julio de 1999", meciona. Se le detectó un tumor benigno y se programó una cirugía para el 4 de agosto de ese mismo año. "Me ponen un tutor, pero mi cuerpo lo rechazó, me supuraba, tenía fiebre". El resultado de la biopsia había sido erróneo: Florencia tenía un tumor cancerígeno denominado osteosarcoma.
"Te ponés odiosa, te molesta hasta la claridad. Me molestaba hasta que hagan esto (toca un papel)...yo ya sentía que mi mamá iba a abrir un paquete de galletitas para comer y vomitaba. No quería la luz, no quería que nadie me hablara, quería dormir y cada ruidito que sentía, o un olorcito, vomitaba", recuerda sobre su paso por la quimioterapia.
La primera "quimio" que recibió fue durante cinco días. Al tercer día empezó a notar que se le caía el pelo. "Fue una tortura para mí porque yo tenía diez años, iba a la escuela, se me reían o pensaban que los iba a contagiar... mis mismos primos también. Pasaba toda la semana en el hospital. Después me sacaron el tutor, ya no caminaba. Me llevaron al hospital Garrahan y al hospital Ricardo Gutiérrez en Buenos Aires. Me acuerdo que mis papás salieron llorando del hospital y yo no entendía nada".
El 26 de enero del 2000 Florencia recibió un trasplante de fémur en el hospital Italiano en Capital. Contra todos los pronósticos médicos (de otros nosocomios), que aseguraban que no volvería a caminar y optaban por amputarle la pierna, ella superó la situación.
A los ocho meses del trasplante tuvo un golpe y eso le provocó una recaída. Esta vez el tumor tomó la misma zona, pero ahora sólo el músculo. "Me tuve que volver a operar. Me sacaron toda la parte del músculo y en la pierna me quedó como que me falta un pedazo, pero bueno, seguí haciendo quimioterapia. Después, al tiempo, empecé con un malestar en la espalda y me hacen una tomografía y me sale una mancha en el pulmón derecho. Ahí pensaban que podía ser una metástasis, me hicieron una biopsia, estuve internada y en terapia intensiva y dio que era una infección, una bacteria que entró... rasparon, me sacaron eso y enseguida me dieron antibióticos, así que calculo que hice quimioterapia de los 10 a los 13 años".
En el medio de su tratamiento su papá decidió alejarse de la familia, lo que fue un gran retroceso para la salud de Florencia. Ella vivió con mucha angustia esa etapa. "Mi papá era todo para mí, era la consentida, él siempre me daba fuerzas. Yo lo veía a él y era mi ídolo", dice, y de inmediato sobrevienen otros recuerdos: "Creo que fue en el 2001, era Navidad y no teníamos para comer. Me acuerdo de que lo fuimos a buscar a mi papá a la casa de la chica por la que él había dejado a mi mamá, que vivía a dos cuadras, y así andando como todo chico por la calle lo veo a mi papá todo arregladito comiendo con los amigos y nosotros no teníamos para comer. El hasta cobraba mi pensión por discapacidad y no nos pasaba nada", menciona Florencia, con dolor, pero sin dudas con la necesidad de ponerle palabras y sacar afuera, de algún modo, aquellos días tan difíciles de su infancia y adolescencia.
A los 16 años abandonó su casa en barrio La Lata por diferencias con su mamá. Hoy tiene dos hijas junto con su marido, el que la ayudó cuando no tenía ni donde vivir. Su esposo tiene una verdulería desde hace mucho tiempo en el Fonavi de Roullión y boulevard Seguí. "Mi esposo es re maduro. Yo aprendí mucho de él. Vive para nosotras tres, es re trabajador, hace ciclismo; le hice una de cada color porque yo siempre cargué con una mochila. El viene de una familia donde hubo cariño. Soy re feliz, la verdad que me pongo a pensar y soy agradecida con Dios... lo veo de otro lado hoy, lo veo de afuera".
A los 28 años Florencia está curada de aquel cáncer. Después de 3 años de tratamiento y 15 de remisión, este es el primer año que no necesita ningún tipo de control médico. En este presente disfruta del amor de sus hijas y su marido. Su historia es, tal vez, parecida a la de muchos. Una de las cosas que ella pone sobre la mesa a la hora de hablar de su enfermedad es cómo la ayudó su fe en Dios y la esperanza que siempre la mantuvo fuerte, a pesar de las muchas caídas que le propinó la vida.
El Colo
Adrián Gianángelo tiene 34 años y está a poco de concluir su carrera de Derecho. Hace poco supo cuál había sido su diagnóstico cuando era un niño: leucemia linfoblástica aguda. "¿Viste la película La Vida es Bella? Bueno, así... de grande me enteré; lo bueno es que tuve una enfermera que actuaba como la abuela que nunca tuve".
El médico le había dicho a mi papá que cuando yo quisiese ser padre vuelva a verlo. Así fue, quise ser padre y fui, ya mayor, y el me vio igual —recuerda entre risas—. Ahí empecé a pelearla para tener un hijo, y ahora sí puedo. Yo tenía una de las lesiones más graves: se me infectaba toda la sangre en la parte de los ganglios, se me contaminaban y explotaba. Tengo operaciones en el cuello, en los testículos y abajo del brazo".
El día que sintió los primeros síntomas Adrián tenía siete años. Estaba en Arteaga —de donde es oriundo— junto a su familia. Era la hora de la siesta, casi todo el pueblo dormía. Dice que se despertó en Rosario sin entender que sucedía: "Estaba lleno de parches, rodeado de médicos. Ahí empezó mi enfermedad, en un día de verano".
En el Hospital de Niños él revolucionaba todo. En los recreos, entre los estudios y los resultados, jugaba con pelotas de trapo que le hacía el personal del hospital. "Amo la vida, me encanta ir a jugar al fútbol a la hora que me inviten", dice. Y reflexiona: "La enfermedad está en todos lados. En la escuela te enseñan matemática, ciencias, historia, pero no te enseñan lo que es una enfermedad, que es algo normal porque nadie está exento de estar enfermo. Si a vos te contaran cómo es tener la enfermedad, cómo llevarla adelante, sería distinto".
"Tenía siete años y vivía en Arteaga. Pero desperté en Rosario, lleno de parches y rodeado por médicos. Ahí empezó todo, en un día de verano"
Adrián recibió quimioterapia. "Siempre estuve en tratamiento y control continuo", comenta. "Borré los recuerdos malos. Sólo conservo los buenos... mi infancia. Me volví filántropo. Más allá de mi problema de salud fui un chico normal. Un sacerdote del pueblo le dijo a mi mamá: «No lo pongas en una cajita de cristal» y yo jugaba al fútbol, me peleaba a las piñas con mis compañeros, pero siempre fui un chico normal. Mis padres me trataban así. Eso es clave".
Después de muchos años de tratamiento y remisión, a los 29 años recibió su alta médica. Hoy espera un hijo y se aferra a la fe. Seguidor del padre Ignacio —en quien depositó su confianza— asegura que muchas de las cosas que uno tiene que sobrellevar dependen de la fe.
Seguramente, ahora, Adrián estará pensando en su próximo partido, en su trabajo en la Municipalidad, y en la reunión con su familia, a la que cataloga como el pilar fundamental para este presente.