Si hubiera que hacer una imposible elección sobre el asunto central de su obra podría pensarse que John Berger se ocupó de lo visible. La vastedad de sus intereses, al igual que la moto con la que cruzaba los Alpes, lo movían por campos infinitos. Saltando de un tema a otro, mezclándolos todos, hablaba de pintura, de fotografía, de dibujo, de cineastas, de animales, de campesinos. Escribía de todo eso, según decía, cuando no podía dibujar, que era, en la pureza de su modernismo abarcador e insuperable, el lenguaje más representativo de todos.
Los recorridos que lo convirtieron en poeta, crítico de arte, dramaturgo, novelista y artista plástico no lo desviaron nunca de la sencillez espontánea con la que daba a descubrir a cada lector, por primera vez, aquello que sin poder expresarlo ese lector ya había experimentado muchas veces. Así como Borges sentía ser mejor lector que escritor, Berger decía que lo que parece una creación no es sino el acto de dar forma a lo que se ha recibido.
Uno se da cuenta, hablando, la cantidad de veces que habrá tomado algo prestado de este británico que murió el lunes a los 90 años. Impensable y curioso que un alma tan dotada para alcanzar con palabras cada porción de experiencia haya tenido en la imagen el campo de su preferencia. O quizá sea engañosa la impresión que prevalece a primera vista. Porque Berger tomaba lo contemplable para componer, en el terreno enunciativo que eligiera, un macizo de imágenes. Lo que escribía era también un cuadro.
"Sin un lenguaje pictórico nadie podría representar lo que se ve", decía. ¿Y qué significa ver? Berger dedicó su vida a contestar eso. Para él una fotografía, un cuadro o un dibujo son una respuesta a una carga de energía que viene de un conjunto de apariencias. El trabajo del ensayo o la literatura es intentar traducir esas apariencias. Hacerlo supone entablar un diálogo feroz entre lo que se ve y lo que se siente.
Y Berger fue un maestro en interpretar lo que se siente. Vaya a saber cuánto esfuerzo costó que las sucesivas capas de erudición palpiten bajo una escritura desnuda y simple. La tentación es pensar que el mayor énfasis siempre estuvo en la mirada. Como creía que la relación entre lo que vemos y lo que pensamos nunca es estática su afán era estar siempre pendiente de esos movimientos imperceptibles. Que por su formación estaban siempre ceñidos a la importancia de la vida en comunidad, a la exaltación del valor de lo colectivo, a lo político.
No por nada uno de sus libros más desafiantes y envolventes es Mirar, el compilado de ensayos breves en el que las deslumbrantes respuestas desbaratan la simpleza engañosa de preguntas tales como qué muestra la fotografía, qué vemos al mirar un cuadro o cómo observamos un paisaje.
Para expresar cómo suelen cruzarse vida y arte Berger se detiene en las cosas más cotidianas. Una semana después de la muerte de Giacometti la revista Paris Match publica una foto del artista plástico bajo la lluvia cruzando una calle tomada nueve meses antes. Berger repara en la vieja gabardina que le cubre la cabeza, en los hombros encorvados, las mangas tapando las manos. Descubre en las horas finales de ese anciano a un hombre extrañamente despreocupado por su bienestar bajo la aureola de una pobreza simbólica iluminada por la astucia. No importa cuánto haya de prueba en su enunciado. En su forma de decir, desprendida su modo de mirar, lo que nos convence.
Las aproximaciones a la pintura, a la vida rural europea, a los modos de estar de pie o de dormir le sirven para considerar a la gente en sus estados de aflicción, de felicidad o de duda. Como pasaba con Benjamin o Sartre, en su expresividad parece latir una tradición que se desvanece, la de un tipo de intelectual que conjuga humanismo y modernidad en base a una sabiduría totalizadora.
A fines de los 80, en el Teatro San Martín de Buenos Aires proyectaron un documental de la BBC sobre la huelga masiva de mineros que en 1984 paralizó a Gran Bretaña, la que finalizó un año después cuando Margaret Thatcher consiguió quebrar a los huelguistas. Al final del informe el público se marchaba del teatro compartiendo la desolación de los trabajadores que asomaban de los pozos enmudecidos y doblegados.
Pocos años después Berger abría un libro con una pintura de Knud Stampe que retrata a mineros como flotando en una atmósfera sin gravedad y ajena al tiempo. Siempre compasivo y bondadoso, el escritor ahora prometía que no podría haber paz cuando el sistema, así lo llamaba, amenaza aniquilar la herencia, la historia y el talento de un pueblo. "No puedo decir qué hace el arte y cómo lo hace, pero sé que a menudo el arte ha juzgado a los jueces, vengado a los inocentes y enseñado al futuro los sufrimientos del pasado para que no se olviden".
Ni atributo, ni rasgo, ni cualidad. El compromiso político, la piedad y la ternura eran en Berger un derivado de su inserción en el mundo. De su misterioso, extraordinario y único modo de mirar.