Lo curioso fue que habiendo tantos medios más modernos y confiables para establecer la comunicación, confraternizar e incluso desplegar una campaña de seducción, se le diera con ella, y de forma tan fluida, eso de contactarse usando tan solo la mente. Así, sin conocerla previamente, había fijado la primera cita detrás de los galpones de la Isla de los Inventos, en el primer banco a la izquierda, frente al río, donde finaliza en baranda y barranca la cortada Cortázar, Julio. Como cita en sí resultó un fracaso, pero a él no le molestaba asumirlo. Claro, no se dirigieron la palabra y los cruces de miradas —él contabilizó tres— podían atribuirse a la desconfianza más que a un interés genuino, de parte de ella, por el joven que la había invitado ese día y a esa hora, en esas coordenadas precisas.
Sin embargo, él ponderó como un notable avance la presencia de la muchacha y la elección del atuendo, entre casual y deportivo, que hasta permitía que se la confundiera con una común paseante de sábado. Que durante el encuentro no se produjeran los progresos deseables, lo adjudicó a su propia timidez, a su naturaleza cobarde. Porque durante los cinco minutos que compartieron, uno junto al otro en el mismo espacio, ella fingió que le interesaba recibir sobre el rostro la blanda caricia del sol, mientras los auriculares de su mp3 musicalizaban el instante. Él, nervioso, planificó un repertorio de frases entre amistosas y osadas, hasta una para agradecerle que no hubiera faltado. Un plantón en la línea de largada de la relación le hubiera demostrado la fatuidad de pretender participar de la carrera.
El único diálogo —mental, se entiende— fue muy breve: ella le sugirió que no se esforzara si no se sentía seguro —¿o tranquilo? ¿había dicho seguro o tranquilo?— y él respondió que no, al contrario; pero después no se atrevió a llamarle la atención, a carraspear, o a verbalizar su dicha de estar allí, los dos, una tarde tan invitante. Pero instantes después se marchó, ella, al trote cansino, por la callecita empedrada, regalando a los ojos de él, la sonrisa que sus nalgas formaban bajo la calza blanca.
Para no mostrarse desesperado o ansioso, dejó pasar sin mandarle mensajes toda la semana. Recién el viernes, le propuso que se vieran esa noche, en algún bar o en un bailable, pero ella, esquiva, le arguyó que saldría con las chicas de la Facu y que tal vez fueran a Luna. Él interpretó aquello como un guiño, una invitación, y antes de dejar la conversación —mental, se entiende—, le mandó un nos vemos que a su juicio significaba un compromiso indeclinable. Antes de la madrugada, ya bañado, peinado y solo, se constituyó en el local, pagó la entrada, subió la escalera y se aseguró una visión panorámica desde la barra lateral. Como pasaban los minutos y no la veía, intentó comunicarse del modo en que lo venían practicando, pero tuvo la sensación de que el exceso de interferencias frustraba el contacto. Culpó a la música, por supuesto, cuyos decibeles exagerados, está estudiado por los expertos, afectan la propagación de otras ondas no amplificadas. Así que dio siete vueltas por el boliche —tampoco es tan grande— antes de que la decepción lo empujara, primero a la calle y luego a su casa.
Y madrugó el sábado. Sí, se levantó temprano y de mal humor, una fórmula que nunca arroja ganancias. Por eso, empezó a reprocharle a ella que no había ido, que no había estado donde iban a verse y él se había privado de un programa alternativo, con asado y amigos, por ir corriendo a buscarla. Por la actitud o el horario, ella tardó en responderle y, cuando lo hizo, fue levantando un escudo de excusas. Discutieron. Por supuesto; es lo habitual en las parejas que se desencuentran, aun en las que todavía no han formalizado o ni siquiera hablado, que es el primer paso en cualquier relación humana, salvo que comiencen a frecuentarse en una fiesta electrónica. Al final, remando, pudo remontarla y quedaron que esa noche, sí, ese día a las once y media o doce, se verían en un bar de Pichincha.
Letal fue su decepción. Apenas entró, a horario por supuesto, la encontró vestida con unas botas y pantalón de montar como si fuera —o viniera— de cabalgar con el unicornio. Encima, la asediaba una espalda de rugbier que culminaba en un cráneo calvo y sin cuello. Le agarró tal bronca que se masticaba el vaso de chopp que acababan de traerle y, de inmediato, le largó el aviso —mental, se entiende— de que estaba esperándola y, para peor, que la estaba viendo. No ves que él llegó primero, no seas pesado... le respondió desfachatada, y quiso pensar que se trataba de un error, que estaba escuchando una comunicación ajena. Claro: él no sentía que aquel reclamo fuera justo, apropiado. Tampoco quería fomentar una disputa estéril porque tal vez ella, así como estaba allí por él, podía ser que se desembarazara del desubicado ese que, no solo lo había primereado sino que, mostrando un costado insolente, apoyaba una manito pícara en la frontera entre la cintura y la comba de las nalgas de ella. Inquieto, se deslizó a un costado para colarse en su campo visual. Así, era imposible que ella no se enterara de su presencia. Pero parecía ignorarlo a pesar de los ey, soltá a ese paquete, mirá ya estoy acá, que él disparaba, insistente, a la decorosa distancia de tres o cuatro metros en línea recta. No hubo caso: pocos minutos después, su cita se dejaba devorar por la posible boca de la brillosa bocha. Y todo ahí, en un pub, a la vista de cualquiera... un desastre.
Antes de derrumbarse en la decepción, preludio de otra memorable borrachera, se dijo que tal vez no fuera ella, no, que podía estar equivocado siendo que la había visto sólo una vez, y cinco minutos, sentada en un banco y de tarde. Como fuera, pensó en su dolor, debería buscar un medio más efectivo de comunicación si es que aspiraba a conquistar a alguna señorita.
Federico Ferroggiaro / Escritor