Georgina Paladino dicta un taller de literatura en un geriátrico. Distintas situaciones personales la acercaron
Silvina Salinas
Georgina Paladino dicta un taller de literatura en un geriátrico. Distintas situaciones personales la acercaron
a las "chicas" que esperan cada martes que llegue "la profe" para escucharla, y comentar libros y noticias
Son las seis de la tarde en el Geriátrico Modelo, ubicado en pleno centro de Rosario. Tras las puertas de madera de una casa antigua, que luce como tantas otras, hay un mundo inimaginable para muchos de los que transitan por esta zona de la ciudad. Más de diez mujeres, y algunos hombres, habitan este espacio que les da la contención y el cuidado que sus familiares no pueden. Vidas que transitan sus últimos años con distintas limitaciones y entusiasmos diversos, que atesoran infinitos momentos y anécdotas, que esperan cada amanecer (a veces como lo hacían en sus años mozos), y que se aferran al presente desbordadas de recuerdos.
Es martes, y antes de que el sol caiga definitivamente en este otoño frío, Georgina Paladino llega con sus libros y sus fotocopias a ofrecerles a las señoras —y unos pocos señores que se sientan más lejos— su taller de lectura. Ellas aguardan, pacientes y perfumadas, el tibio encuentro.
"Circunstancias de la vida hicieron que hoy esté en este lugar. A veces lo que buscamos nos encuentra cuando menos lo esperamos", relata la joven que se dedica a la comunicación social.
"Mis papás eran personas grandes y sufrieron problemas de salud. Al ser hija única me enfrenté a enfermedades, hospitales, médicos, trámites, geriátricos. Pero también con la solidaridad menos pensada", recuerda.
"Mis viejos se fueron con pocos meses de diferencia. Mi mamá en marzo tras un mes de posoperatorio y mi papá en julio, luego de tres meses de internación geriátrica. Tenía Alzheimer".
Georgina dice que vivió un torbellino de emociones intensas después del fallecimiento de sus padres. Que el hecho de deambular de institución en institución la hizo reflexionar y que todo eso fundó en ella unas ganas imparables de "hacer algo" por quienes pasan sus días en un geriátrico.
"Me tomé unos meses para sentir dónde estaba ese lugar. Siempre tuve una empatía natural con la gente mayor, me encanta charlar, compartir anécdotas y aprender de ellos. Como estudié comunicación social aproveché y uní dos pasiones. Le propuse a las autoridades del geriátrico (donde estuvo mi mamá) hacer un taller de literatura. Un espacio donde compartir entre todos las experiencias vividas, antes y ahora, a través de lo que disparan distintos textos", menciona.
Georgina toma la posta y empieza a leer. Elige, cada martes, un relato diferente. A veces es un recorte de un diario, otras veces un cuento con moraleja, otras una poesía o un texto de un autor conocido.
La gran mayoría de las que rodean la mesa son señoras. Los varones se quedan escuchando pero participan menos.
Las palabras de "la profe" brotan suaves. Se van encadenando los sonidos y aparece la historia del día. Ellas, las alumnas, atentas, no se pierden detalle. Algunas hacen gestos durante la lectura. Otras apenas levantan la cabeza porque el cuerpo no las acompaña. Las más entusiastas balbucean unos vocablos, como queriendo retener eso que se escapa, las ganas de decir.
Esta vez Georgina trajo una nota para compartir. Es de un diario y cuenta que una maestra aprobó a una alumna "que no sabía nada". Al finalizar la crónica les pide que hablen, que cuenten qué sintieron, qué experimentaron con ese relato.
Lidia recuerda que era aplicada, una buena estudiante, que le gustaba ir a la escuela y que siempre "hacía las cosas bien".
Alda se engancha y cuenta algo de su propia historia. Menciona a su mamá y cómo ella, de niña, hacía trampa en casa diciendo que no podía ayudar a poner la mesa porque estaba muy ocupada con las tareas escolares. Hay risas.
Los testimonios se enlazan, uno tras otro. De repente, en una punta de la mesa Josefina llora, bajito, y dice que no la pasaba bien, que el colegio no era lo suyo, que sufría, que jamás le gustó y que la castigaban por eso. Las demás la alientan, le dicen que ya está, que ya pasó. Pero ella apenas escucha porque está anudada a sus emociones. Más tarde dirá que llorar le hace bien.
Los sentimientos a flor de piel son inevitables, necesarios. Durante esa hora especial se mezclan las vivencias personales con el texto periodístico. Georgina va y viene, pilotea la charla, ayuda a que comprendan detalles de la lectura, y sobre todo, contiene con su sonrisa cálida y sus palabras amables.
Judith, una de las más participativas, ofrece pastafrola mientras asegura que "siempre hay cosas importantes para contar". Dice que valora a la maestra de la nena ( la protagonista de la nota que trajo Georgina): "Esa señorita mostró entereza y fue didáctica. Eso está muy bien", comenta, mientras Dora la mira, asintiendo.
El tiempo, que muchas veces pasa lento, lentísimo en el geriátrico, tiene otro ritmo los martes al atardecer. "Cada taller es una experiencia distinta. Es, sobre todo, un ida y vuelta. Pero también es pararse frente a la vida, la muerte, las emociones. Les enseño textos, historias, pero ellas me enseñan con su sabiduría enorme", dice Georgina.
"En esta búsqueda me puse a leer una libro de Simone de Beauvoir que se llama La vejez, lo llevé a la clase y les leí a las chicas el prólogo y les expliqué brevemente quien era la autora. De ese libro algo quedó resonando en mi: "No sabemos quienes somos si ignoramos lo que seremos: reconozcámonos en ese viejo, en esa vieja. Así tiene que ser si queremos asumir en su totalidad la condición humana". De eso se trata.
Florencia O´Keeffe