Las personas somos muy afectas a la razón. Nos gusta poder explicarnos con lujo de detalle por qué pasan las cosas que pasan, para qué hacemos lo que hacemos. Nuestra tendencia natural —desde que la evolución nos dotó con esa parte del cerebro que ocupa mayormente nuestra frente (me refiero a la llamada corteza prefrontal)— es buscar explicaciones que nos permitan entender. De esto se trata esa forma de pensamiento que en pocos años se transformó en el juez supremo: el pensamiento científico. La descomposición del problema en partes pequeñas que permita un análisis minucioso, una argumentación prolija. La puesta a prueba en ensayos, controlando con rigor todas las variables que entran en juego y... ahí está el veredicto: verdad o mentira.
Así construimos ese saber racional del que nos valemos la mayoría de las veces para tomar decisiones. Y cuando no podemos explicarnos algo, cuando la razón no encuentra la punta del ovillo, el malestar gana nuestro cuerpo y nuestra mente. Si no entendemos, no podemos decidir: la incertidumbre entra en escena.
Por el otro lado, un saber se asoma con timidez, y muchas veces con las peores cartas de presentación a la hora de meterse en la pugna de las decisiones: la intuición. Este es el lugar de las corazonadas, así llamadas porque brotan de las emociones (ilustrativamente, del corazón), y no de la razón (del cerebro).
Un saber que no encuentra palabras claras, pero que se siente real. Carece de argumentos — y por esto prescinde del análisis que sí realiza la razón— y por eso mismo es tan veloz, casi inmediato. Captura la riqueza de todo el material que no accede a la conciencia, por ejemplo: emociones, expresiones faciales, experiencias, contextos, asociaciones.
En menos de lo que dura un suspiro reúne la información que ingresa por los distintos sentidos y la vincula con un sistema de referencia que ya está preestablecido (un marco o un sistema de creencias que nos sirve de base) y las experiencias previas que se alojan en nuestra memoria. Y con esta información construye una tendencia. Luego, que la razón la sepa explicar o no, que la apruebe o la vete, ésa es ya otra historia.
En términos neurocientíficos sabemos que el pensamiento analítico, secuencial, deliberado y lento es propio del hemisferio izquierdo de nuestro cerebro, mientras que la intuición es propia del hemisferio derecho, ese costado del cerebro que es más bohemio, despreocupado, holista. Ahora que ya los conocés mejor, se van generando las preguntas ¿Cuándo tenemos que escuchar a los argumentos racionales y cuándo a la corazonada? ¿Qué valor le tenemos que dar a cada uno a la hora de decidir?
Algunas claves
Los estudios científicos revelan que cuando hay pocas variables en juego es conveniente decidir con la cabeza, con la razón, dado que es posible analizar cada uno de los elementos. Como es factible descomponer el problema en piezas que sabremos mirar con detenimiento, lograremos tener la claridad suficiente para abrir distintos caminos alternativos y anticipar cómo se van armando esos derroteros, qué ventajas y desventajas tendrán y, por qué no, cómo terminarán.
Pero cuando la decisión es muy compleja, existiendo entonces muchas variables que no pueden ser separadas entre sí y pensadas con profundidad, vale seguir a la corazonada.
Es que no tenemos la chance de destripar la situación para observar todas las partes y por lo tanto las innumerables variables no consideradas tendrán la fuerza suficiente como para llevar las cosas por senderos que desconocemos, que no podemos prever.
Y más vale aún escuchar al instinto cuando la decisión debe tomarse en poco tiempo y bajo presión. No olvides que esta forma de procesamiento, asociativo y automático, fue diseñado en algún momento de la evolución para tomar resoluciones cuando el tiempo apremia: cuando un tigre se acerca sigilosamente no conviene quedarse deliberando sobre el sentido que tienen las rayas que pintan su lomo.
En última instancia, y corriéndome un poco de los hallazgos de laboratorio pero acercándome al tan olvidado sentido común, creo que no me equivoco si te propongo que sepas escuchar ambas formas de conocimiento antes de tomar una resolución. Las dos campanas emiten un sonido que merece ser escuchado. Ambos hemisferios tienen mucho que aportar: incluir tanto los argumentos de la razón como la información que te dan tus vísceras puede ser la mejor receta. Y una cosa más, date tiempo... dejá que todo eso pueda ser procesado. Sin dudas así tomarás la decisión más conveniente.
¿La primera impresión es la que cuenta? Así lo afirma el dicho popular, y algo de cierto hay en esta frase. La primera impresión es un instante en el que se arma un prejuicio, es decir una idea previa a un juicio más elaborado y sólidamente argumentado. Se trata de esa intuición en la que te basás para saber si vas a confiar en una persona para hacer un negocio, si le vas a abrir la puerta del negocio para dejarlo ingresar o si esa mujer va a ser la mamá de tus hijos. Ese saber pareciera que sale de la panza, o del corazón, pero nunca de la cabeza. Luego la mente se encargará de poner palabras a lo que sentís, tejiendo argumentaciones que pretenden entender y explicar eso que pasa en la dimensión de las sensaciones. Hay algo en el rostro, en la actitud, algún gesto o movimiento que te suena familiar, que te hace sentir cómodo, que te genera confianza o por el contrario, te intimida, que te enciende la alarma de peligro. Esta es una de las funciones más importante de la corazonada en el curso de nuestra evolución, de gran valor para la supervivencia: saber si estamos frente a un individuo de nuestro grupo, un par, o un enemigo, un posible depredador. La primera impresión cuenta, y vale mucho. Pero ojo, las tripas también se pueden equivocar.
(*) Médico psiquiatra y psicoterapeuta
Algunos mitos sobre la razón
Como la razón es con frecuencia el rival fuerte frente a la débil posición de la corazonada haré de abogado de la segunda. Y como a sus ventajas ya las enumeré a lo largo del artículo, ahora me encargaré de aclarar algunos mitos sobre la razón. ¡Allá voy! La razón suele ser irracional, dado que no es siempre justa a la hora de observar.
La razón se vale de la información que ingresa a través de los sentidos, pero sin considerar que una cantidad mucho más grande de aquello que atiende (que ve) es filtrada y eliminada. Esto significa que elabora sus juicios sólo con una parte del material, borrando el resto. Y esto no es todo: aquello que percibimos muchas veces es distorsionado, modificado para que encaje con lo que creemos saber a priori. ¡Y otras veces es directamente inventado!
Es que la mente no puede con su genio: ¡ajusta lo que ve a lo que ya sabe! Además, la razón tiende a desacreditar a las emociones y otras sensaciones que corren por el cuerpo (información que sí valoran las corazonadas), y así pierde elementos de vital importancia a la hora de decidir. Por último, los argumentos siempre son explicaciones posteriores a lo que las vísceras ya dijeron: esto es insalvable, es una cuestión de velocidad de actuación. Por todo esto la razón no es libre, no asume sus propias contradicciones, sus incoherencias.
La razón quiere convencer a los demás de que todos piensen de acuerdo a sus preceptos. Y esto no me parece simpático. No olviden, como dijo el dramaturgo francés Molière, que "el que quiere matar a su perro, lo acusa de tener rabia". Eso es todo, Su Señoría.