Luego de tantos meses de quejarse, esa noche ella consideró que ya era tiempo y se paró enfrente de él, interrumpió su caminata por Génova y Drago y finalmente hablaron.
Luego de tantos meses de quejarse, esa noche ella consideró que ya era tiempo y se paró enfrente de él, interrumpió su caminata por Génova y Drago y finalmente hablaron.
Durante las siguientes cinco horas hicieron lo que ella consideraba mejor le salía con los hombres: conocerlos, encandilarse con sus historias y sus relatos, conmoverse con sus locuras, intercalar sus anécdotas de la infancia y la adolescencia en Berabevú, hasta su incursión en Rosario, una crisálida con el vago afán de regresar al pueblo metamorfoseada en doctora.
Nada de eso parecía conmoverlo. La escuchaba con la misma tranquilidad y desánimo con que espiaba desde las vidrieras de los comercios la galaxia de artículos y atributos que estaban fuera de su alcance. Hacía ya cerca de una década que paulatinamente su desidia por el estudio y los trabajos formales lo fueron instalando en un área limítrofe entre el psicobolchismo y la mendicidad. En algún punto de esa tierra de nadie sus amigos universitarios, sus amigos músicos, sus amigos escultores pasaron a distanciarse de él, pasaron a condenarlo al lugar del tipo que pudo ser y que terminó saltando corto, no llegando a la otra orilla, hundiéndose en un cauce más cercano a la estampa del linyera que al paisaje del bohemio.
Las últimas tres cuadras caminaron uno a más de un metro del otro, como tensando la distancia, midiendo y testeando la posibilidad de separarse de la charla. Ella sintió que él había sido sincero al definirla como una balsa que prolongaba su flotabilidad en medio de un naufragio. Comprendió que para él las calles que rodeaban la fuente de Alberdi y Junín eran un mar de fondo violento que en su reflujo lo arrastraba sin contemplaciones hacia el ahogo y la muerte.
l, por el contrario, en cada uno de sus huesos y articulaciones percibía como un alivio la posibilidad de desanclarse de esa caminata nocturna y hundirse finalmente sin reparos en la asfixia final. Desde mucho tiempo atrás Rosario se había convertido en su océano y en su tumba, en la desmesura infinita de un horizonte que no le daba señales de esperanza o refugios. La ciudad en la que había amerizado en un verano impreciso entre el fin de su colegio y el inicio de su universidad se había convertido en una única y árida horizontalidad que no le brindaba orillas en las que guarecerse, fueran ellas el cuerpo de alguna que abrazar al despertar, una charla en las madrugadas acerca del leninismo o un estreno en trasnoche de un filme de terror.
Finalmente, ya segura del cercanísimo fin de la charla, ella le dijo: sos como una botella lanzada al mar, con un mensaje dentro. Hace meses que te veo por acá y por allá, en las muestras de los museos, en el parque cerca del planetario, parado a un costado del carrito de las Cuatro Plazas como aguardando por la piedad que propician los huérfanos. Siempre te presentí como un mensaje encriptado en una botella, un desesperado pedido de náufrago flotando en este mar que tanto nos regocija y tanto nos abandona, la vida de los otros, las calles de esta ciudad.
Un envase, retrucó él, un envase y no un mensaje. Nada de lo que pueda decir va a ser un mensaje para nadie. Si querés soy, sí, una botella tirada en medio de la espuma, el oleaje y los arrecifes que yo siento hacen de Rosario un mar infinito, un mare nostrum que no nos perdona ni tiene esa piedad que vos decís. Pero ahora estoy vacío, soy un envase al que la vida ha llenado y vaciado un montón de veces, soy un envase que en noches como esta, cuando te besé ahí cerca del viaducto, se colma y luego, no sé por qué carajo, alguna rajadura invisible pero no menos eficaz en el vidrio, se vacía otra vez de la vida, de su sabor a whisky o ron.
Pero el solo hecho de que flotes, el solo hecho de verte como pasmado entre la multitud por Pellegrini, el hecho de cruzarte husmeando por los ventanales de los bares o mirando la nada en la plaza López ya es un mensaje. No importa que jamás descorchemos la botella, no importa que jamás pueda leer lo que dice tu mensaje, te veo flotar y sé que es un rastro de humanidad, un indicio de que algo humano fue arrojado por la borda pero persiste, flota y no se hunde, permanece hierático, siendo vos mismo, tu mensaje, y nada más.
Sí, yo soy mi mensaje, dijo él. Pensó que tenía que volver a besarla, sentir que el envase se volvía a llenar de pasión e incertidumbres, pero no lo hizo, prefirió que la marejada insensible de la soledad lo llevara flotando entre los semáforos intermitentes de Alberdi, allí donde alguna vez brilló la pizzería Ojeda y ahora un caprichoso sistema de andenes en el centro de la avenida simulaba arrecifes iluminados y solitarios, en espera del arribo de enormes cetáceos vidriados, henchidos de los pasajeros engullidos en la medianoche.
Ricardo Guiamet
Por Gonzalo Santamaría